miércoles, 1 de junio de 2011

Cincuenta razones para defender la corrida de toros

Francis Wolff
Cincuenta razones para defender
la corrida de toros

traducido del francés por Luis Corrales y Juan Carlos Gil
¿Le gustan las corridas de toros?

¡Sepa defenderlas!
¿No le gustan las corridas de toros?
¡Sepa comprenderlas!

Prefacio
Desde hace algunos años ha comenzado una nueva batalla contra la fiesta de
los toros. Diversos tipos de prohibiciones han sido propuestos; han intentando
por un lado restringir el acceso de los menores, como en Francia o en el País
Vasco, y por otro prohibir directamente las corridas de toros, como en
Cataluña. La restricción, por el momento, ha perdido, la prohibición podría
ganar un día de éstos. Esta brusca movilización antitaurina ha tenido como
consecuencia, en Francia, la creación de una organización que aglutina a todas
las asociaciones (de aficionados, de profesionales y también de políticos)
implicadas en la defensa de las corridas de toros, denominada el “Observatorio
Nacional de las Culturas Taurinas”, cuya misión es la vigilancia permanente
sobre las iniciativas antitaurinas: se ha convertido en el único interlocutor
legítimo ante los poderes públicos para tratar de estas cuestiones. En Cataluña
existe la Plataforma para la Promoción y Difusión de la Fiesta, que desarrolla
un trabajo análogo pero en situación de urgencia, dadas las amenazas
inmediatas que se ciernen sobre las corridas de toros en esa comunidad. Y la
Mesa del Toro, formada inicialmente sobre todo por profesionales, es la que
toma iniciativas similares en todo el estado español, e incluso en la Comunidad
Europea. Esta pequeña obra, que no tiene ningún afán comercial ni literario,
nace con el propósito de contribuir al esfuerzo explicativo en defensa de las
corridas de toros, que las mencionadas organizaciones llevan a cabo. El único
objetivo es ofrecer un resumen de los principales argumentos a favor del
mantenimiento de las corridas de toros en las zonas donde están
tradicionalmente implantadas. Muchos de los argumentos figuraban ya, de una
u otra forma, en mi Filosofía de las corridas de toros, Bellaterra, 2008, donde
proponía desvelar el sentido y los valores éticos y estéticos de la tauromaquia.
Este libro fue escrito en un época en la que las campañas abolicionistas no
habían comenzado abiertamente y, por tanto, no tenía el objetivo apologético
que algunos le han querido ver. Los argumentos para “defender” las corridas de
toros se encontraban pues dispersos entre propuestas más fundamentales. En
el transcurso de las numerosas discusiones trabadas tras la aparición del libro,
quedó clara la necesidad de que esos argumentos fueran recogidos y
sistematizados en una pequeña obra sintética y accesible. Y es justamente lo
que hemos hecho: rescatarlos y completarlos con aportaciones surgidas del
desarrollo de esas discusiones. Ésta es la única pretensión de este texto: un
arma para una batalla que creemos justa. Las corridas de toros no son sólo un
magnífico espectáculo. No son sólo disculpables sino que además son
defendibles porque son moralmente buenas.
En las siguientes páginas, no hay ninguna explicación sobre la historia de la
fiesta, el desarrollo de las corridas, la técnica y la estrategia de la lidia, las
características de las diferentes ganaderías de toros, ni de las diferencias entre
las escuelas taurinas y los estilos de los toreros. Todo eso se encuentra
fácilmente en excelentes obras. Tampoco se encontrará aquí uno de los más
potentes argumentos a favor del mantenimiento de la fiesta de los toros en los
países taurinos: las razones económicas. Aunque es cierto que, en España, en
el sur de Francia y en América Latina, la fiesta taurina mantiene decenas de
miles de empleos directos e indirectos y constituye una importante fuente de
ingresos para las administraciones estatales, regionales y locales, este
argumento no vale nada si las corridas de toros fueran inmorales como, por
ejemplo, lo son el tráfico de drogas o el de animales de especies protegidas.
Nos situamos en el exclusivo plano de los valores. Porque pensamos que si las
corridas de toros desapareciesen de las regiones del mundo donde hoy son
lícitas, sería una gran pérdida tanto para la humanidad como para la
animalidad.

Introducción

Sensibilidades
Sólo hay un argumento contra las corridas de toros y no es verdaderamente un
argumento. Se llama sensibilidad. Algunos pueden no soportar ver (o incluso
imaginar) a un animal herido o muriendo. Este sentimiento es perfectamente
respetable. Y no cabe duda de que la mayor parte de los que se oponen a las
corridas de toros son seres sensibles que sufren verdaderamente cuando
imaginan al toro sufriendo. El aficionado tiene que admitirlo: mucha gente se
conmueve, e incluso algunos se indignan con la idea de las corridas de toros.
El sentimiento de compasión es una de las características de la humanidad y
una de las fuentes de la moralidad. Pero los adversarios de las corridas de
toros tienen que saber que los aficionados compartimos ese sentimiento. Sin
duda, esto es algo difícil de creer por todos aquéllos que piensan sinceramente
que asistir a la muerte pública de un animal (lo que es un aspecto esencial de
las corridas de toros) sólo lo pueden hacer gentes crueles, sin piedad, sin
corazón. Ahí radica su irritación, su arrebato, su animadversión a las corridas
de toros. Es difícil de creer y sin embargo es absolutamente cierto: el
aficionado no experimenta ningún placer con el sufrimiento de los animales.
Ninguno soportaría hacer sufrir, o incluso ver hacer sufrir, a un gato, a un perro,
a un caballo o a cualquier otra bestia. El aficionado tiene que respetar la
sensibilidad de todos y no imponer sus gustos ni su propia sensibilidad. Pero el
antitaurino debe admitir también, a cambio, la sinceridad del aficionado, tan
humano, tan poco cruel, tan capaz de sentir piedad como él mismo. Es difícil
comprender la postura del otro pero hay que reconocer que, en cierto sentido,
el aficionado tiene las apariencias en contra. Por eso su posición necesita una
explicación.
La sensibilidad no es un argumento y sin embargo es la razón más fuerte que
se puede oponer contra las corridas de toros. El problema consiste en saber si
es suficiente: ¿la sensibilidad de unos puede bastar para condenar la
sensibilidad de otros? ¿Permite explicar el sentido de las corridas de toros y la
razón por la que son una fuente esencial de valores humanos? ¿Puede bastar
para exigir su prohibición?
El autor de estas líneas garantiza que nunca ha podido soportar el espectáculo
del pez atrapado en el anzuelo del pescador de caña – lo que efectivamente es
una cuestión de sensibilidad. Pero nunca se le ha pasado por la cabeza
condenar la pesca con caña ni tampoco tratar al pobre pescador de “sádico” y
aún menos exigir a las autoridades públicas la prohibición de su inocente ocio,
que ofrece probablemente grandes placeres a los amantes de esa actividad.
(Sin embargo, se “sabe” perfectamente que los peces heridos “sufren”
agonizando lentamente en el cubo, e indudablemente más que el toro que
pelea. Pues bien… La fiesta de los de toros suscita en los detractores más
motivos de indignación y, sobre todo muchos más fantasmas insoportables,
que el eventual sufrimiento objetivo del animal). Tenemos también algunas
razones para pensar que la pesca deportiva con caña ni tiene el mismo arraigo
antropológico ni es portadora de valores éticos y estéticos tan universales
como la fiesta taurina.
Una cosa es extraer las consecuencias personales de la propia sensibilidad
(por eso, yo no voy de pesca) y otra muy distinta es hacer de dicha sensibilidad
un estándar absoluto y considerar sus propias convicciones como el criterio de
verdad. Ésa es la definición de la intolerancia. Cada cual es libre de convertirse
al vegetarianismo, o incluso a la vida “vegana”: nadie prohíbe a nadie abrazar
ese modo de vida y las creencias que lo acompañan. Pero otra cosa es querer
prohibir el consumo de carne y de pescado, incluso de leche, de lana, de cuero,
de miel y de “todo lo que proviene de la explotación de los animales”. De igual
manera una cosa es prohibirse a sí mismo ir a las plazas de toros y otra muy
distinta es ¡querer prohibir el acceso a los demás!
De igual manera que el aficionado no debería hacer proselitismo o intentar
exportar la fiesta de los toros fuera de sus zonas tradicionales, el antitaurino no
debería hacer demostración de intolerancia intentando prohibir las corridas de
toros allá donde están vivas. Por lo que en estas páginas sólo pediremos al
lector, sea el que sea, dos cosas: escuchar las sensibilidades y respetar los
argumentos.
Es evidente que la mayoría de la población de los países o regiones
concernidas (España, Francia, Portugal y América latina) no es ni aficionada ni
antitaurina. Es globalmente indiferente y estima que hay otras causas que
defender antes que la de la fiesta taurina (la gente tiene generalmente otras
pasiones) o la del bienestar de los toros de lidia (ya hay bastantes desgracias
en la tierra). En ese sentido, los toros ocupan uno de los últimos lugares en la
lista de las preocupaciones de los militantes serios de la causa animal cuando
los comparan con la ganadería industrial, el tráfico internacional de animales,
ciertas condiciones de transporte y de experimentación animal… Entre los
pocos que conocen la fiesta, aunque sea superficialmente, muchos de ellos
estiman que los (supuestos) maltratos achacables a las corridas no tienen
parangón con las verdaderas urgencias y los verdaderos escándalos de la
causa animal. Este no es el lugar donde establecer la lista. Incluso algunos
teóricos serios de esta causa confiesan, eso sí con la boca pequeña, que las
corridas de toros no son más “perjudiciales” para los toros que lo serían las
carreras hípicas para los caballos. (Por los mismos motivos, ¿se prohibirían las
carreras de caballos? ¿Qué quedaría entonces del último vínculo entre el
hombre y el caballo?)
La desgracia es que en la actualidad prolifera una cierta moda oportunista,
vagamente naturalista, vagamente compasiva, vagamente “verde”, vagamente
“victimista” y sobre todo completamente ignorante tanto de la naturaleza animal
como de la realidad de las corridas de toros. Esta coyuntura suscita simpatía
con cualquier causa animal de manera tan espontánea como irreflexiva y por
tanto despierta la antipatía inmediata contra la fiesta de los toros. Así, para un
gran número de personas, ¿no es cierto que las corridas de toros son ese
espectáculo bárbaro donde se matan en público pobres animalitos? Entonces,
para garantizar el éxito de las campañas antitaurinas, basta con que unos
cuantos militantes exaltados recurran a algunas imágenes impactantes de la
televisión, a algún eslogan (“¡tortura!”) y a alguna injuria (“¡sádicos!”) simplistas.
En el fondo, lo más sorprendente es la pasión absolutamente desenfrenada
que suscitan las corridas de toros y que está en total desproporción con lo que
suponen. Incluso aceptando las acusaciones más graves y más falsas de sus
detractores (justamente lo que intentaremos refutar en las páginas siguientes)
se debería imparcialmente convenir que el pretendido mal causado a los
animales (durante unos pocos minutos a unas pocas bestias que han vivido
previamente de manera tranquila y libre durante cuatro años) es incomparable
con las condiciones de “vida” (si es que podemos llamar a eso vida) de la
mayoría de animales que se crían para el consumo humano, y que apenas
suscitan alguna puntual reprobación y nunca potentes movimientos de
indignación o de rechazo. (Y no hablaremos de todos los sufrimientos,
aflicciones, penas, frustraciones, calamidades, carencias, privaciones, miserias,
desgracias de todo género que afectan a los hombres del mundo que son
moralmente de un peso infinitamente superior al del malestar animal y que
provocan impotentes protestas rápidamente olvidadas). En Francia, los
periodistas radiofónicos confiesan que hay dos temas de los que no se pueden
ocupar, a pesar de todas las precauciones tomadas, sin recibir miles de cartas
de protesta trufadas de injurias y terribles acusaciones de “haberse vendido al
lobby” adverso. Estos asuntos son las corridas de toros y el conflicto palestinoisraelí…
Da vergüenza este paralelismo, ¡pero las pasiones humanas son así!
Muchas razones pueden explicar que los toros provoquen pasiones
incontestablemente desproporcionadas en relación a la “causa animal” y sobre
todo en relación a las desgracias del mundo. A continuación intentaremos
detallar algunas. El objeto de las más fuertes emociones colectivas es siempre
irracional. Estas emociones entroncan antes con los males espectaculares y
quiméricos, siempre que impresionen la imaginación, que con las grandes
desgracias reales. Esto es así tanto en la causa animal como en la causa,
mucho más trascendente, de la humanidad.
Un militante honesto de la causa animal, discípulo del filósofo utilitarista Peter
Singer, autor del best-seller Liberación animal, me dijo un día: “el criterio
esencial del bienestar animal, el único por el que deberíamos luchar, reside en
las condiciones de vida”. Y habrá que convenir que, desde este punto de vista,
las corridas de toros podrían recibir una certificación de buena conducta de las
asociaciones más exigentes de defensa de los animales.
Se encontrarán en las páginas siguientes tres tipos de argumentos. Primero los
que responden a las acusaciones más graves que se formulan contra la fiesta
de los toros (argumentos [1] a [18]). Sin embargo, aunque las corridas de toros
no fueran esa práctica abominable que sus detractores imaginan o quieren
hacer creer, eso no bastaría para hacer de ellas algo bueno, bello o incluso
interesante. Hay que poner en evidencia sus valores (argumentos [19] a [43]).
Finalmente, conviene preguntarse: las campañas animalistas contra la fiesta
taurina ¿no son potencialmente peligrosas tanto para nuestro concepto de
humanidad como para nuestro concepto de animalidad (argumentos [44] a
[50])?

¿Son tortura las corridas de toros?
Calificar las corridas de toros como “tortura” se ha convertido en un eslogan
corriente para los militantes de la causa antitaurina. Todo detractor serio de la
fiesta de los toros tendría que avergonzarse de semejante ofensa. Salvo que se
acepte traicionar el significado de las palabras. ¿Qué es torturar? Es hacer
sufrir voluntariamente a un ser humano indefenso, ya sea por puro placer (cruel
o sádico), ya sea para obtener algún beneficio como contraprestación de ese
sufrimiento (una confesión, una información, etc.). Por estas cinco razones, las
corridas de toros se oponen radicalmente a la tortura.

[1] Las corridas de toros no tienen como objetivo hacer sufrir a un animal
La tortura tiene como objetivo hacer sufrir. Que las corridas de toros impliquen
la muerte del toro y consecuentemente sus heridas forma parte
innegablemente de su definición. Pero eso no significa que el sufrimiento del
toro sea el objetivo – de hecho no más que la pesca con caña, la caza
deportiva, el consumo de langosta, el sacrificio del cordero en la fiesta grande
musulmana o en cualquier otro rito religioso. Estas prácticas no tienen como
objetivo hacer sufrir a un animal, aunque puedan tener ese efecto. Si se
prohibieran todas las actividades humanas que pudieran tener como efecto el
sufrimiento de un animal, habría que prohibir un importante número de ritos
religiosos, de actividades de ocio, y hasta de prácticas gastronómicas,
incluyendo el consumo normal de pescado y carne, que implica generalmente
estrés, dolor e incomodidad para las especies afectadas.
Las corridas de toros no son más tortura que la pesca con caña. Se pescan los
peces por desafío, diversión, pasión y para comérselos. Se torean los toros por
desafío, diversión, pasión y para comérselos.
[2] Las corridas no tendrían ningún sentido sin la pelea del toro
Torturar a un hombre, e incluso a un animal, es hacerlo sobre un ser con las
manos y los pies atados, y, en cualquier caso, privado de la posibilidad de
defenderse. Y eso, no solo no sucede en la lidia sino que además sería
contrario a su sentido, su esencia y sus valores. La palabra corrida procede de
correr: es el toro el que debe correr, atacar y por tanto pelear. Lo que interesa a
los aficionados es, primero, y para muchos sobre todo, la pelea del toro. Lo que
da sentido a la lidia es la acometividad del animal, su peculiar manera de
embestir, de atacar o defenderse, es decir su personalidad combativa. Sin la
lucha del toro, su muerte y las diferentes suertes del toreo carecerían de valor.
Si el toro fuera pasivo o estuviera desarmado, la lidia no tendría ningún sentido.
De hecho, no sería una corrida sino una vulgar carnicería (y por tanto no habría
razón alguna para hacer de ella un “espectáculo”). Por ejemplo, las reglas de la
ejecución de la suerte de varas tienen como principio director que el toro
acometa al picador y vuelva a hacerlo, motu proprio. Debe embestir una y otra
vez sobre su adversario alejándose de su propio “terreno” natural, que es el
lugar donde se siente más seguro porque nada le amenaza. Durante toda la
suerte debe tener la posibilidad de “escoger” entre la huída o la pelea. Por
decirlo de manera más directa, la ejecución de la suerte de varas tiene como
principio que la herida del animal sea el efecto de su instinto combativo y la
consecuencia de su propia pelea. ¡Esto es justamente lo contrario de la tortura!
[3] Las corridas de toros no tendrían ningún sentido sin el riesgo de la
muerte del torero
Torturar a un hombre, e incluso a un animal, no es únicamente hacerlo sobre
un ser sin posibilidad de defenderse, es hacerlo con total tranquilidad y sin
asumir el más mínimo riesgo. ¿Somos capaces de imaginar un torturador
herido o matado por su torturado? Evidentemente, no. Entonces el sentido, la
esencia y el valor de la corrida descansan sobre dos pilares: el primero es la
lucha del toro que no debe morir sin haber podido expresar, de la mejor
manera, sus facultades ofensivas o defensivas (argumento [2]); el segundo
pilar, simétrico del primero, es el compromiso del torero, el cual no puede
afrontar a su adversario sin jugarse la vida. Ninguna corrida tendría interés sin
ese permanente riesgo de muerte del torero. ¡De nuevo, esto es justamente lo
contrario de la tortura!
[4] ¡Si un toro fuera torturado huiría!
La lidia no pretende torturar a un animal indefenso, sino más bien al contrario
consiste en hacer pelear a un animal naturalmente predispuesto para la lucha
(de ahí el nombre de toro de lidia, ver argumento [7]). Tenemos dos
comprobaciones empíricas evidentes: si se le hiciera la prueba del puyazo a
cualquier otro animal (un buey o un lobo), huiría inmediatamente, puesto que la
fuga es la reacción inmediata de cualquier mamífero ante una agresión. Sin
embargo, el toro de lidia, lejos de huir, redobla sus acometidas. Segunda
comprobación: cuando se le hace sufrir a un toro de lidia una verdadera
“tortura” (por ejemplo, una descarga eléctrica como es el caso de algunas
vallas electrificadas), se escapa y huye. Este comportamiento es justamente el
contrario al de su reacción normal durante la pelea en el ruedo.
[5] Hablar de tortura ¿no es confundir al hombre con el animal?
La tortura es una de las más abominables prácticas del mundo. Sea cual sea
su finalidad, no puede ser nunca justificada. Llamar a cualquier cosa tortura, y
especialmente hacerlo con las corridas de toros, ¿no es más bien banalizar el
uso de la palabra y así atenuar la condena sin remisión de esta innoble
práctica? (Y eso por no referirnos a todos aquellos que se rebajan a aludir al
nazismo,… ¿no estaríamos cerca de una forma de negacionismo?). Queriendo
agravar el supuesto maltrato del toro que pelea, recurriendo a una palabra
destinada a impactar en la imaginación ¿no están corriendo el riesgo de hacer
más benigna la verdadera tortura? Sería tanto como decir que la insoportable e
interminable tortura del impotente prisionero político que se halla en el fondo de
una celda, es lo mismo que la pelea de un animal bravo en el ruedo. ¿No
constituye esto un auténtico insulto a todos los torturados del mundo?
El sufrimiento del toro
Sin embargo – dirán los escépticos — sigue quedando claro que el toro sufre
durante la lidia y por tanto, ¡es insoportable! No sabemos demasiadas cosas
sobre el dolor animal, que sin duda existe, hecho que no implica que podamos
compararlo con el sufrimiento humano, ya que en el animal es instantáneo y no
va acompañado de la conciencia reflexiva que aumenta el desamparo.
Tampoco podemos olvidar que, en el mundo animal, el dolor tiene
esencialmente un valor positivo y un sentido utilitario: poner en marcha la
reacción adaptada, que consiste generalmente en evitarlo o rehuirlo. ¿Qué es
lo que podemos saber del sufrimiento del toro durante la lidia?
[6] El estrés del toro
Para un hombre del siglo XXI, el dolor es el peor de todos los males pues le
deja completamente impotente. Para ciertos animales, algunos males son
peores que el dolor, por ejemplo, el estrés que experimentan cuando se
encuentran en una situación insoportable o un entorno inadaptado a su
organismo. Los estudios experimentales del profesor Illera del Portal, Director
del Departamento de Fisiología Animal de la facultad de Veterinaria de la
Universidad Complutense de Madrid, han demostrado (a través de la medida
de la cantidad de cortisol producida por el organismo) que el toro de lidia sufre
más estrés durante su transporte o en el momento de salir al ruedo que en el
transcurso de la lidia; y que incluso el estrés disminuye en el curso de la pelea.
Es lo que ya sabían — a su manera — los ganaderos y lo que confirma el
simple sentido común. Para un animal como el toro de lidia, habituado a vivir en
libertad en grandes espacios y responder a las amenazas de su territorio con el
ataque sistemático, la contención es mucho más difícil de soportar que la lucha.
En el ruedo, el toro reencuentra su familiar propensión a la defensa del territorio
en contra del intruso.
[7] La adaptación fisiológica del toro a la lidia
El toro de lidia (Bos taurus ibericus) no es para nada un apacible rumiante. Es
una muy especial variedad de bovino, lejano descendiente del uro, que vivió
más o menos en estado salvaje hasta el siglo XVIII y que estaba dotado de un
instinto de defensa de su territorio muy desarrollado, una forma de “fiereza”. El
auge de las corridas de toros permitió la creación de grandes ganaderías en las
que los toros eran y son criados en condiciones de libertad para preservar esa
acometividad natural, a la cual se le añadió un proceso selectivo en función de
la aptitud de cada ejemplar para la lidia. Estas dos condiciones, la natural y la
humana, crearon un animal original, una especie de atleta del ruedo, dotado de
bravura, es decir, de una capacidad ofensiva para el ataque sistemático contra
todo lo que pueda presentarse como una amenaza, y muy especialmente la
intromisión en su territorio. Esta agresividad se observa desde el nacimiento:
basta con ver un becerro recién nacido dando cornadas (imaginarias, claro) al
hombre que se le acerca. Se manifiesta también entre los propios toros (las
peleas por la jerarquía son frecuentes) e innegablemente contra el hombre, que
no debe normalmente acercarse a ellos, sobre todo si están solos o aislados.
Por eso no sorprende que los estudios de laboratorio del ya citado Juan Carlos
Illera del Portal hayan demostrado que este animal, particularmente adaptado
para la lidia, tenga reacciones hormonales únicas en el mundo animal ante el
“dolor” (que le permiten anestesiarlo casi en el mismo momento en que se
produce), especialmente debido a la segregación de una gran cantidad de
beta-endorfinas (opiáceo endógeno que es la hormona encargada de bloquear
los receptores del dolor), sobre todo, cuando se produce en el transcurso de la
lidia. Otro descubrimiento que demuestra la singularidad del toro de lidia en
relación a las demás “razas” de bovinos es la talla del hipotálamo (parte del
cerebro que sintetiza las neurohormonas que se encargan especialmente de la
regulación de las funciones de estrés y de defensa) que es un 20% mayor que
el de los demás bovinos – dato que es considerable. Todo esto no hace sino
explicar las causas fisiológicas de un comportamiento que cualquier ganadero
de toros de lidia o cualquier aficionado conoce (pero que ignoran todos los
profanos) y que hace posible la lidia: el toro bravo, en lugar de sentir el “dolor”
como un sufrimiento, lo siente como un estimulante para la lucha. Se
transforma inmediatamente en una excitación agresiva.
[8] Dolor y lidia
Ya hemos dicho (ver argumento [4]) que, al contrario de los demás animales, el
toro de lidia no reacciona a las heridas huyendo sino atacando. Es el único
animal que, herido por los puyazos, vuelve a la carga para atacar al picador en
lugar de huir de él (siendo la fuga la respuesta normal, naturalmente adaptada,
al dolor). Sin embargo, esta reacción es perfectamente natural en un animal
genéticamente predispuesto para el combate. Sabemos que en el ser humano
sucede algo parecido. Miles de testimonios de soldados heridos lo confirman.
Ellos explican no haber notado nada, o casi nada, de las graves heridas
recibidas a causa del fragor del combate. Esto mismo les ocurre a algunos
toreros cuando reciben una cornada, que comienzan a sufrir después de
acabada la lidia.
¡Cuánto más verdad es en el caso de un animal fisiológicamente dotado y
genéticamente seleccionado para la lidia, y que no deja de combatir, mientras
le reste un hilo de vida!
[9] “¡Pero el toro no quiere luchar!”
A veces se contesta a los argumentos precedentes con tal sentencia: “el
hombre (el torero) lucha si quiere, elige arriesgar su vida; el animal, por el
contrario, no elige el combate sino que está condenado a la lucha y a la
muerte”. Respondo: es cierto. ¡Pero es que los animales en general no “eligen”
conscientemente una u otra conducta! Es decir, no se marcan un objetivo en su
mente al que intentarían llegar por tal o cual medio requerido. Muy al contrario,
actúan de manera conforme a su naturaleza individual o a la de su especie. De
esta forma, un toro que acomete, que ve en cualquier intruso un adversario que
debe expulsar y que ataca a un hombre “que no le ha hecho nada malo”, no
actúa por “elección” o por “voluntad” consciente y clara, sino que su
comportamiento obedece a su naturaleza, a su carácter, a la “bravura” que está
en él. ¡Sin lugar a dudas, el toro no quiere luchar, pero no es porque sea
contrario a su naturaleza el luchar (¡bien al contrario!) sino porque lo que es
contrario a su naturaleza es el querer!
[10] “Pero la lucha es desigual: el toro siempre muere”
Ante esta aseveración, respondo: la lidia es una lucha con armas iguales, la
astucia contra la fuerza, como David contra Goliat. Es también una lucha con
suertes desiguales puesto que ilustra la superioridad de la inteligencia humana
sobre la fuerza bruta del toro. Pero, entonces, ¿qué pretenden? ¿Que las
posibilidades del hombre y del animal fuesen iguales, como en los juegos del
circo? Pero, si muriera unas veces uno y otras veces otro ¿sería más justa la
lidia? ¡En absoluto! Sería, en todo caso, más bárbara. La corrida de toros no es
una competición deportiva en la que el resultado habría de quedar imprevisible.
Es una ceremonia en la que el final se conoce de antemano: el animal debe
morir, el hombre no debe morir (aunque puede suceder, que un torero muera
de manera accidental, y que un toro, de manera excepcional sea indultado por
su bravura). Esta es la moral de la lidia.
Pero que sea desigual no significa que sea desleal. Justamente, la
demostración de la superioridad de las armas del hombre sobre las del animal
sólo tiene sentido si dichas armas (el trapío, los pitones, la fuerza) son potentes
y no han sido mermadas artificialmente. Esta es la ética taurómaca: una lucha
desigual pero leal.
La muerte del toro
Cuando los argumentos que giran alrededor del dolor del toro comienzan a
agotarse, el detractor de la fiesta escoge el nervio central de la lidia: la muerte.
Preguntan: ¿por qué matar al toro? ¿Tenemos derecho a hacerlo? ¿Es
necesario? Esta protesta sincera contra la muerte del toro se formula de
manera confusa. No se sabe bien lo que se condena: ¿el acto de matar un
animal? ¿El hecho de matarlo para algo diferente de comérselo (como si el toro
no nos lo comiéramos, y como si comer fuera la finalidad más elevada y la más
defendible)? ¿O el hecho de matarlo en público? Habitualmente es este último
punto el que genera el mayor malestar, en la imaginación de la gente. No el
acto en sí, sino su publicidad. Estamos rozando lo irracional. Nos damos
cuenta de que, tras la “defensa del animal”, se disimula un malestar ante la
visibilidad de la muerte. “¿No valdría más ocultarla?”
[11] ¿Tenemos derecho a matar animales?
El respeto absoluto de la vida humana es uno de los fundamentos de la
civilización. No sucede lo mismo con la idea de respeto absoluto hacia la vida
en general. De hecho sería contradictorio con la idea misma de vida: la vida se
alimenta sin cesar de la vida. Un animal es un ser que se alimenta de
sustancias vivas, sean vegetales o animales. Proclamar por tanto que todos los
seres vivos tienen derecho a la vida es un absurdo ya que, por definición, un
animal sólo puede vivir en detrimento de lo viviente. Los animales se matan
entre ellos para cubrir sus necesidades, y no exclusivamente nutritivas
(contrariamente a lo que comúnmente se cree), a veces lo hacen por
agresividad, por juego, o por instinto de caza (como en los casos del gato, del
zorro, o de la orca)… De la misma forma, los hombres siempre han matado
animales: bien, porque tenían la necesidad de hacerlo para deshacerse de
bestias dañinas (portadoras de enfermedades o causantes de plagas), bien,
para satisfacer sus necesidades, nutritivas o de cualquier otro tipo: cuero, lana,
etc.; bien, por razones culturales o simbólicas (sacrificios religiosos,
demostraciones cinegéticas, juegos agonísticos). Pero lo propio del hombre,
que le diferencia de “los demás animales”, es lo siguiente: cuando mata un
animal respetado (y no una bestia dañina de la que tiene la obligación de
deshacerse), el acto de darle muerte va generalmente acompañado (en las
sociedades tradicionales o rurales) de un ritual festivo o de una ceremonia
expiatoria. Hay una excepción a esta regla: la muerte mecanizada,
estandarizada e industrializada de los mataderos. Ésta es fría, silenciosa,
ocultada y — por decirlo de alguna forma — vergonzosa, que es lo que
caracteriza a nuestras sociedades urbanas. La corrida de toros satisface al
mismo tiempo las necesidades físicas (el toro es comestible) y simbólicas (las
corridas de toros son un combate estilizado y una ceremonia sacrificial). Y, al
contrario del matadero industrial, siempre van acompañadas de todas las
marcas de respeto tradicional hacia el animal: ritual regulado precediendo al
acto y recogido silencio en el momento de la muerte. La pregunta del “derecho
a matar” animales se plantea por tanto mucho más en el caso del matadero
industrial que en el de la muerte del toro en el ruedo.
[12] ¿Por qué matar a los toros?
La muerte del toro es el fin necesario de la corrida. Podríamos enumerar
razones utilitaristas. El toro está destinado al consumo humano y en ningún
caso puede volver a servir para otra corrida, porque en el transcurso de la lidia
ha aprendido demasiado, se ha convertido en “intoreable”. Pero esto no es lo
esencial. Las verdaderas razones son simbólicas, éticas y estéticas.
Simbólicamente, una corrida es el relato de la lucha heroica y de la derrota
trágica del animal: ha vivido, ha luchado, y tiene que morir. Éticamente, el
momento de la muerte es el “instante de la verdad”, el acto más arriesgado
para el hombre, en el que se tira entre los cuernos intentando esquivar la
cornada gracias al dominio técnico que ha adquirido sobre su adversario en el
desarrollo de la lidia. Estéticamente, la estocada es el gesto que finaliza el acto
y hace nacer la obra; la estocada bien ejecutada, en todo lo alto y de efecto
inmediato confiere a la faena la unidad, la totalidad y la perfección de una obra.
Estas tres razones son las que dan sentido a las corridas de toros.
[13] Pero al menos ¿se podría no matar al toro en público, tal como
prescribe la ley portuguesa?
Hemos recordado más arriba las razones esenciales (simbólicas, estéticas y
éticas) de la muerte pública, fin necesario de la ceremonia sacrificial. Por otra
parte es un error creer que una muerte “ocultada” sería “menos cruel” para el
animal. Es más bien lo contrario. Un toro que sale vivo del ruedo tendrá que
esperar largas horas antes de ser llevado al matadero donde será abatido por
el carnicero. Dejar al animal malherido y confinado en un espacio reducido sin
opción a la lucha, sí que sería un auténtico calvario para él (ver argumento
[8]). La única beneficiada de esta solución sería la hipocresía: lo que no se ve
no existe. (“¡Tapemos la sangre y la muerte, lo esencial es que no se vean!”)
[14] Todas las tauromaquias implican el respeto al toro
La corrida de toros es una de las formas de tauromaquia. Existen cientos, de
las que perviven unas cuantas decenas. En todas las sociedades donde han
vivido toros bravos ha existido alguna forma de tauromaquia, ora deporte, ora
rito (en ocasiones ambos a la vez), ora caza solitaria, ora espectáculo de una
lucha, ora gratuito desafío del hombre al animal, ora sacrificio ofrecido por los
hombres a los dioses. El punto común de todas las tauromaquias es que ellas
denotan la fascinación y la admiración que ejercen, en todo tipo de culturas, el
toro y su poder, sea real o simbólico. El toro se transforma en el único
adversario que el hombre encuentra digno de él. Es el animal con el que se
puede medir con orgullo y que por consiguiente lo afronta con la lealtad que se
debe a un adversario a su medida. ¿Podríamos demostrar nuestro propio poder
ante un adversario al que despreciásemos y maltratásemos? En todas las
tauromaquias, al animal se le combate con respeto y no se le abate como a un
bicho dañino, ni se le mata de cualquier manera como a una simple máquina
de producción cárnica.
[15] La norma taurómaca consiste en afirmar que no se puede matar al
animal sin arriesgar la propia vida
Prueba fehaciente del respeto hacia el toro es que en la corrida sólo se puede
dar muerte al toro poniendo el torero en peligro su propia vida. El deber de
arriesgar la propia vida es el precio que uno tiene que pagar para tener el
derecho de matar al animal. Lo que hace posible la necesidad de la muerte del
toro (ver argumento [10]) es la posibilidad siempre necesaria de la muerte del
torero. La mayoría de normas que ilustran la ética taurómaca se inspiran en
esta norma esencial: engañar al toro para no resultar cogido pero exponiendo
siempre el cuerpo al riesgo de la cornada.
A la inversa, si se vence sin peligro se triunfa sin gloria.
[16] El toro no es abatido, tal como lo atestigua el ritual taurómaco.
La corrida de toros no sería nada sin su ritual. Desde el paseíllo inicial hasta las
mulillas que arrastran el cadáver del toro, todos los actos, todos los gestos,
todas las actitudes de los actores intervinientes están ritualizados y tienen su
sentido. El ritual porta dos finalidades. Proteger simbólicamente los actos de un
hombre que arriesga su vida de cualquier accidente imprevisible, al rodearlos
de una tranquilizadora barrera repetitiva. Envolver con un ritual festivo y trágico
a la vez los momentos en los que se juega la vida de un animal respetado (ver
argumento [11]) y por lo tanto singularizado. Al toro se le distingue como un ser
vivo individualizado, que cuenta con un nombre propio conocido por todos y
con una procedencia genealógica sabida por los aficionados, y al que muchas
veces se le aplaude por su belleza, se le ovaciona por su combatividad, e
incluso se le aclama como a un héroe.
¿Alguien hablaba de desprecio o de crueldad? Habría que hablar de
admiración (ver argumento [26])
[17] El toro no es abatido, se le respeta en su propia naturaleza
El toro de lidia es un animal bravo, lo que significa que es por naturaleza
desconfiado, taciturno y agresivo. Esta natural combatividad no tiene nada que
ver con la del depredador azuzado por el hambre, puesto que el toro es un
herbívoro, ni tampoco está vinculada con un instinto sexual, pues se manifiesta
también ante individuos de otras especies. Para un animal como éste, una vida
conforme a su naturaleza “salvaje”, rebelde, indómita, indócil, insumisa, tiene
que ser una vida libre – por tanto la mejor posible. Y así, una muerte conforme
a su naturaleza de animal bravo tiene que ser una muerte en lucha contra
aquél que cuestiona su propia libertad, es decir, contra aquel ser vivo que le
disputa en su terreno su supremacía. Éste es el drama que se muestra en el
redondel: el toro libra su último combate para defender su libertad. ¿Sería más
conforme a su bravura y a la propia naturaleza del toro vivir esclavizado por el
hombre y morir en el matadero como un buey de carne?
[18] ¿La mejor de las suertes?
Es debido a un proceso de identificación por lo que el animalista sólo es capaz
de imaginar al toro como chivo expiatorio del hombre. También dicho proceso
hace que algunos lo vean como víctima y no como combatiente. Así, puestos a
identificarse con el toro propongamos a esos animalistas que se identifiquen
con otras especies bovinas y pidámosles que elijan cuál es la mejor de las
suertes: la del buey de tiro, la del ternero de carne (criado normalmente “en
batería” y muerto a corta edad) o la del toro de lidia: cuatro años de vida libre a
cambio de quince minutos de muerte luchando. Entonces la pregunta sería:
“¿con quién quiere usted identificarse?”
Los toros y el medio ambiente
Igual que la ópera, el flamenco o el fútbol, los toros no son ni de derechas ni de
izquierdas. Sin embargo, algunos partidos deberían reconocer en la fiesta de
los toros sus propios valores: me refiero a los partidos “verdes” o ecologistas.
Lo decepcionante es que normalmente están impregnados de una ideología
“animalista” nada ecologista, y entre sus militantes hay pocos que conozcan la
realidad de la vida del toro en el campo y la de su muerte en el ruedo.
Se confunde “animalismo” con ecología. Y sin embargo, lo uno es lo opuesto
de lo otro. Ocurre que numerosos ecologistas “olvidan” sus propios valores
para abrazar los valores animalistas, que son contrarios. Defender el equilibrio
de las especies y la conservación de los ecosistemas no tiene nada que ver
con el hecho de ocuparse de la muerte de cada animal considerado
individualmente y aún menos con el “sufrimiento” individual de todos los
animales que pueblan los océanos, las montañas y los bosques del mundo. No
se puede al mismo tiempo salvar a la especie “leopardo” y preocuparse por el
sufrimiento de las gacelas. No se puede al mismo tiempo salvar a la especie
“oveja” y preocuparse por la suerte individual de los lobos hambrientos (la
afirmación inversa también es cierta). No se puede alimentar a las palomas
(por sentimiento animalista) y preocuparse por sus plagas (por razones
ecologistas). Hay que elegir: la ecología o el animalismo. La fiesta de los toros
está radicalmente en el bando de la ecología.
Por las cuatro siguientes razones.
[19] Una de las últimas formas de ganadería extensiva en Europa
Defender la fiesta de los toros es apostar por una de las últimas formas de
ganadería extensiva que existen en Europa, en la que cada animal dispone de
una extensión de 1 a 3 hectáreas de terreno. ¿Puede alguien mejorar esa
realidad tratándose de animales domésticos? Si se suprimen las corridas de
toros muchas de esas tierras hoy destinadas al toro de lidia se entregarían al
uso de la agricultura intensiva o industrial. No deja de ser curiosa la inversión
de valores: en la época de la mercantilización de lo viviente, de la cría de
bovinos en auténticas fábricas de filetes, de la producción en cadena de
pescados estandarizados, algunos se indignan por las condiciones de vida y de
muerte de los toros de lidia.
[20] Un ecosistema único
Esta ganadería extensiva, preservada de la mecanización indiscriminada
gracias al amor por el toro y a la abnegación personal de algunos ganaderos
(que a buen seguro tendrían mucho más interés -económico- en “fabricar
carne” en ganadería intensiva) sólo se puede hacer en unos espacios y unos
pastos únicos: la dehesa en España (de Salamanca a Andalucía), en Portugal
(en el Ribatejo), y en Francia (en la Camarga). Gracias a la presencia del toro
de lidia, estos espacios son auténticas reservas ecológicas de incomparable
riqueza de flora y de fauna (jabalí, lince, buitre, cigüeña, etc.) similar a la de los
grandes parques naturales protegidos. (En el caso de La Camarga nos
podemos referir, por ejemplo, a los trabajos del equipo de Bernard Picon y en
especial a su libro “El espacio y el tiempo en La Camarga”). Esto lo saben bien
los ecólogos, que no deben ser confundidos con algunos teóricos de la
“ecología política”.
[21] Defensa de la biodiversidad
Un verdadero ecologista defiende la biodiversidad y lucha contra la
desaparición de las especies. Los animalistas que hoy batallan por la
prohibición de la fiesta de los toros luchan, muchas veces sin ser conscientes
de ello, por la desaparición de los toros de lidia (Bos taurus ibericus). Esta
variedad única de toro salvaje preservada en Europa desde el siglo XVIII
gracias a las grandes ganaderías estaría condenada al matadero si se
suprimieran las corridas de toros. Con lo cual, para salvar la especie (o la
variedad) es necesario “sacrificar” algunos toros en el ruedo. El animalista
querría “salvar” a esos ejemplares del destino que les espera. Pero ¿cómo
sería eso posible sin condenarlos, a ellos y a todos los demás, al matadero?
¿Qué haríamos con todas esas vacas, erales, becerros, que hoy viven
exclusivamente para posibilitar que unos cuantos toros adultos sean lidiados en
el ruedo? En efecto, es necesario contar con una ganadería de unas
trescientas cabezas de ganado para “producir” anualmente tres corridas de seis
toros adultos, (cuatro años). (A esto, el antitaurino generalmente contesta que
no siendo el toro de lidia, en la estricta acepción biológica del término, una
especie sino solo una “variedad” su patrimonio genético no tendría que ser
protegido: pero ¿podríamos deshacernos de los perros con el pretexto de que
tenemos lobos, o viceversa?)
Supongamos que, aguijoneado por estos argumentos, el animalista insista en
su empeño de pretenderse “ecologista” y vuelva a las consideraciones morales
sobre la necesidad de reducir el “sufrimiento” animal. Preguntémosle entonces:
¿disminuiría verdaderamente el sufrimiento animal si se suprimiesen las
corridas de toros? (Claro, si suprimimos todos los individuos de una
determinada población, de un plumazo suprimiremos sus “sufrimientos”. Pero a
nadie se le escapa que esto es un sofisma). Pero, sigamos con ese
razonamiento “utilitarista”: ¿qué pasaría con todas esas vidas libres (y por tanto
“mejores” que las de la mayor parte del resto de animales que viven bajo la
dominación del hombre) de esos centenares de miles de bestias (sementales,
vacas, utreros, añojos, becerros) que disfrutan actualmente de una vida
conforme a su naturaleza y que no mueren en el ruedo? (De unos 200.000
animales que viven actualmente en las ganaderías destinadas a la lidia, sólo el
6% muere en el ruedo). ¿Cómo contabilizar la pérdida de su existencia y de
calidad de vida si se suprimieran las corridas de toros? Vayamos más lejos y
volvamos a los doce mil toros que mueren cada año en los ruedos: ¿estamos
seguros de que disminuiríamos sus sufrimientos privándoles de una buena vida
si se suprimieran las corridas de toros? Y finalmente ¿estamos seguros de que
disminuiríamos los sufrimientos de los toros destinados a la corrida si se les
privase de la corrida? (ver argumento [18])
[22] Respeto de la naturaleza del animal
Una última consideración ecologista: el toro de lidia es el único animal criado
por el hombre que vive y muere conforme a su naturaleza (ver argumento [17]).
Esto no es fruto del azar, sino la consecuencia misma del sentido de la corrida
ya que ésta exige la bravura del toro. Es un caso único de ganadería que debe
respetar necesariamente las exigencias de la vida salvaje del animal (territorio,
alimentación, coexistencia de las crías con sus progenitores, etc.) precisamente
porque hay que preservar lo más intacto posible el instinto natural de
agresividad, defensa del territorio y desconfianza ante cualquier intruso,
especialmente ante el hombre. El toro de lidia es el único animal doméstico que
sólo puede servir a los fines humanos para los que ha sido criado a condición
de no ser domesticado. De ahí que deba ser criado de la manera más “natural”
posible; en caso contrario, su lidia sería imposible y la corrida de toros perdería
todo su sentido.
Por definición la corrida de toros es la práctica humana que debe respetar más
y mejor las condiciones naturales de la vida de los animales que viven bajo la
dominación humana.
[23] Humanidad y animalidad
Los animalistas defienden que como “todos somos animales”, deberíamos
dispensar el mismo trato a los animales que a los hombres. Se equivocan. Es
justamente porque el hombre no es un animal como los demás por lo que tiene
deberes hacia ellos y no al contrario. Estos deberes no pueden, en ningún
caso, confundirse con los deberes universales de asistencia, reciprocidad y
justicia que tenemos para con los otros hombres en tanto que personas. Sin
embargo, está claro que tenemos deberes hacia algunos animales. A priori hay
tres formas de relacionarse con los animales. A los animales de compañía, les
damos afecto a cambio del que ellos nos ofrecen: por eso, es inmoral traicionar
esa relación, por ejemplo abandonando a un perro en el área de servicio de
una autopista. A los animales domésticos, les proporcionamos ciertas
condiciones de vida, a cambio de su carne, leche o cuero…; por eso, es
inmoral considerarlos como meros objetos de producción sin vida, como
sucede en las formas más mecanizadas de la ganadería industrial; pero no es
inmoral matarlos, puesto que con esa finalidad han sido criados (argumento
[22]). Y, respecto de los animales salvajes, con los que no nos liga ninguna
relación individualizada, ni afectiva ni vital, sino solamente una vinculación con
la especie, es moral, respetando los ecosistemas y eventualmente la
biodiversidad, luchar contra las especies perjudiciales o proteger ciertas
especies amenazadas.
Ahora bien, ¿qué ocurre con los toros bravos – que no son animales
propiamente domésticos ni verdaderamente salvajes? ¿Qué deberes tenemos
para con ellos? Yo respondo: preservar su naturaleza brava, criarlos
respetando esa naturaleza, y matarlos (puesto que solo viven para eso)
conforme a su fiereza natural (ver argumentos [14] a [16]).
La corrida como espectáculo
¿Qué es lo insoportable a los ojos, o mejor dicho a la imaginación, de un
adversario de la fiesta de los toros? ¿Lo que acontece, o el hecho de que se
enseña? ¿Los hechos en sí, o su presentación como espectáculo? Ese
adversario estaría casi dispuesto a admitir que, al fin y al cabo, y comparándolo
con las desgracias del mundo, lo que sucede en el ruedo (la muerte del toro en
unos pocos minutos) es asumible y no merecería el desenfreno de su
indignación. Lo que verdaderamente no soporta es que otros puedan acudir a
la plaza a ver lo que él se imagina. En su imaginación, sólo hay sangre y
muerte. Ve exclusivamente eso. Y le es totalmente imposible imaginar, y aún
menos comprender, que los espectadores sean como él, o sea que a ellos
tampoco les guste la violencia, la sangre y la muerte. No es eso lo que van a
ver. Entonces, ¿qué?
[24] “¿No es un espectáculo cruel y bárbaro?”
Entre las representaciones que se hacen los adversarios de la fiesta de los
toros, una de las más comunes consiste en considerarla como un espectáculo
cruel y bárbaro. No niego que es un espectáculo singular y violento, aunque
esta violencia está sublimada y ritualizada, como en otras formas artísticas.
Pero no admito que sea un espectáculo bárbaro: nació en el siglo de las Luces
como una ilustración del poder del hombre y de la civilización sobre la
naturaleza bruta (ver argumento [29]). La verdadera barbarie, ¿no consistiría
en poner en el mismo plano la vida del hombre y la vida del animal,
“considerando por tanto al hombre como una bestia”? Tampoco admito que sea
un espectáculo cruel, puesto que la crueldad supone el placer que se obtiene
con el sufrimiento de una víctima (ver argumento [1]). Por supuesto, el
aficionado también es sensible al drama del toro (el antitaurino no tiene el
monopolio de la sensibilidad y de los buenos sentimientos) pero no ve en él
una víctima de malos tratos sino un peligroso combatiente, muchas veces
heroico, por más que resulte casi siempre vencido. La auténtica crueldad, ¿no
es la de aquellos antitaurinos que afirman desear la cornada y la muerte del
torero? Esto supone, una vez más, colocar al hombre y al animal en el mismo
plano.
[25] “¿No son perversos los placeres de los espectadores?”
Una de más habituales e injustas de las injurias que los antitaurinos regalan a
los aficionados, consiste en tratarlos como “perversos”, “sádicos”, etc. Es
absurdo. Nadie conoce a ningún aficionado que disfrute con el sufrimiento del
toro. De hecho es difícil encontrar alguno que sea capaz de pegar a su perro, e
incluso de hacer daño de manera voluntaria a un gato o a un conejo. Y para
todos aquéllos que imaginan a los aficionados como una casta particular de
humanos sin corazón ni humanidad, sólo me permito recordarles el nombre de
todos los artistas, poetas, pintores, que, con independencia de su procedencia
y de sus convicciones, son al menos tan sensibles a la vida y al sufrimiento
como todos los demás hombres, y en modo alguno carecen de moralidad o
humanidad. ¿Cabría pensar que Mérimée, Lorca, Bergamín, Picasso, etc. (ver
argumento [30]) han sido psicópatas y perversos sedientos de sangre? ¿Se
podría pensar que hayan mentido hasta ese punto sobre lo que veían?
¿Habrían sido capaces de traicionar hasta ese punto lo que experimentaban en
el fondo de su sensibilidad y expresaban con su arte? ¿Sería posible que un
profano, que jamás ha visto una corrida de toros, sepa más que ellos sobre lo
que realmente es? Y sobre todo, ¿cómo puede saber lo que esos mismos
artistas han sentido al verlas?
[26] La mayor emoción en la plaza: la admiración
¿Cuál es la principal y más grande emoción que un aficionado siente, como
otros muchos espectadores ocasionales, en una plaza de toros? No es un gozo
perverso o maligno, sino una emoción inmediata, tan carnal como intelectual,
que se llama admiración. Admiración antes que nada hacia la bravura del toro:
por su poder, por su incesante combatividad, a pesar de las heridas y por sus
repetidas acometidas, a pesar de sus fracasos. Y admiración también hacia el
valor del hombre, por su audacia, su coraje, su sangre fría, su calma, y su
inteligencia en relación con el adversario. ¡Sí! Vamos a la plaza, por encima de
todo, a admirar. Es el más sano y más delicioso de los placeres.
[27] “La corrida de toros genera violencia”
Es una idea simplista. Bajo el pretexto de la existencia de violencia en la lidia,
se generaría violencia automáticamente. Insisto: se trata de una violencia
estilizada y ritualizada, es decir, sublimada y canalizada y por tanto no de una
violencia caótica, absurda, desenfrenada, sin fe ni ley…, con la que a veces la
realidad (o su representación) nos confronta. Por eso no se ha visto nunca a
ningún espectador que se haya vuelto violento o agresivo hacia los hombres o
los animales después de haber visto una (o cien) corrida(s). Rara vez se han
registrado actos de violencia cometidos por los espectadores durante o
después de una corrida. El fútbol es seguramente un deporte menos violento
que el rugby, pero todo el mundo sabe que la violencia en los estadios de fútbol
es mucho más habitual y desenfrenada que la que se produce en los estadios
de rugby –y por supuesto superior a la de las plazas de toros. El público que
asiste a una corrida es a menudo gente cultivada y educada, que manifiesta de
manera muy pacífica sus emociones, e incluso las más fuertes e indignadas,
cuando el espectáculo no corresponde a sus expectativas.
En realidad, si hubiera que considerar la fiesta de los toros como una “escuela”
de algo, ésta sería la del respeto: por el rito y su sentido; por la animalidad y la
manera como se expresa; y por la humanidad que triunfa y la manera como lo
consigue.
[28] “¿Son las corridas de toros un espectáculo traumatizante para los
niños?”
Cualquier cosa puede traumatizar a un niño. Especialmente la violencia muda,
ciega y absurda, a la que no se le puede dar ningún sentido ni razón. Lo que
puede contribuir al trauma es el silencio. Un niño puede soportar o no el
espectáculo de la corrida de toros ni más ni menos que un adulto. El niño
puede aprender y comprender, igual que lo puede hacer un adulto. Puede
rápidamente percibir la diferencia entre el hombre y el animal, y sobre todo,
entre el animal admirado y temido como el toro, y el animal afectuoso y querido
como su perro o su gato. Y la corrida de toros puede ser la ocasión para que
los padres den explicaciones sobre los signos del ritual (hecho al que los niños
son especialmente sensibles), dialoguen con ellos sobre la vida y la muerte, y
también ofrezcan las explicaciones pertinentes sobre el comportamiento animal
y el arte humano. La corrida de toros, por sí misma, no es ni “traumatizante” ni
“educativa”. Lo que puede contribuir a traumatizar a los niños es el miedo de
los padres a traumatizarlos. Al contrario, es el deseo de los padres de compartir
sus alegrías y hacer comprender a los niños un espectáculo tan singular, lo que
puede resultar educativo.
La fiesta de los toros en la cultura y en la historia
Hasta el momento nos hemos situado en territorio adverso. Hemos respondido
a los ataques de los que afirman que no les gusta la fiesta de los toros – que
están en su derecho — y de los que, a veces sin saber nada del asunto,
pretenden prohibirla o limitar el acceso a los demás –ya no están en su
derecho. Hemos dicho, por tanto, todo lo que la fiesta de los toros no es. Aún
no hemos empezado a decir lo que es. No se trata de un fenómeno sin raíces
históricas y geográficas. Está integrada en una cultura, lo que no quiere decir
que se reduzca a ella. Es creadora de una diversidad de culturas particulares,
lo que no significa que no sea en todos los casos portadora de los mismos
valores. Es también inspiradora de “alta cultura”, lo que no significa que esté
desconectada de la cultura popular.
[29] “¿Es arcaica la fiesta de los toros?”
A este respecto, los prejuicios abundan a uno y a otro lado de la barrera que
separa a los aficionados de los antitaurinos. Para éstos, la fiesta de los toros es
arcaica, remontándose a una especie de edad bárbara de la humanidad. Para
aquellos, la fiesta de los toros es arcaica, encontrando su legitimidad en las
más antiguas y respetables fuentes. Estas dos utilizaciones de la antigüedad
son igualmente ideológicas. En realidad la corrida es una invención moderna.
El toreo a pie no va más allá del siglo XVIII; se codifica progresivamente a
principios del siglo XIX y, tal cual lo conocemos hoy, no tiene más de un siglo y
medio de existencia. Es más o menos la época en la que llega a las regiones
francesas de Aquitania, Camarga y Provenza, que conocían los juegos taurinos
desde hacía mucho tiempo. La historia se opone al prejuicio. Se cree que la
muerte pública del toro es lo que es arcaico y que el aspecto lúdico de las
tauromaquias populares es reciente (conforme al actual prejuicio según el cual
el proceso de “civilización” supone la progresiva depuración de la muerte). Sin
embargo, lo cierto es justamente lo contrario: en toda la cuenca mediterránea
siempre hubo diversos juegos populares con el toro. La codificación de la
popular corrida de toros con muerte pública es reciente – como puede
comprobarse con un argumento económico: criar toros “salvajes”, que sólo
pueden ser empleados una vez, presupone un elevado grado de desarrollo
económico.
En compensación, lo que está demostrado son los tres hechos siguientes.
La corrida de toros no ha dejado de desarrollarse en España a lo largo de todo
el siglo XX y está más viva que nunca. Como nos recuerda Pedro Cordoba en
su excelente libro La corrida (Colección “Idée reçues”, editorial “Le cavalier
bleu”, Paris, 2009), en 2008 se celebraron en España aproximadamente
novecientas corridas de toros formales; cuatro veces más que un siglo antes; y
también (contrariamente a un prejuicio con mucha aceptación) cuatro veces
más que en 1950.
En Francia, la “corrida” no ha dejado de desarrollarse desde su introducción
(hacia la mitad del siglo XIX), y ha conocido un auténtico boom especialmente
en estos últimos veinticinco años. A modo de ejemplo, en el último cuarto de
siglo, la asistencia a la plaza de Nîmes se ha duplicado prácticamente,
pasando de unos 70.000 espectadores por año a comienzos de los ochenta a
unos 133.000 en el 2007. Lo mismo ha ocurrido en el mundo ganadero: la
primera ganadería se fundó en 1859 (H. Yonnet) y durante mucho tiempo fue la
única; en la actualidad, Francia cuenta con 42 ganaderías, distribuidas por el
sureste del país (especialmente en La Camarga) y algunas en el suroeste. La
gran mayoría fue fundada a partir de 1980.
Lo que por otro lado nutre la idea de arcaísmo es el hecho de que la corrida de
toros se ha convertido en uno de los pocos acontecimientos en el que se
perpetúan actos que, hace poco, eran habituales y formaban parte de la vida
cotidiana. Cualquier forma de ritualización ha desaparecido prácticamente de
nuestras vidas en los últimos treinta años, sobre todo las que están ligadas a la
muerte: no hay cortejos fúnebres en las ciudades, no se colocan marcas de
duelo en las casas, y las personas tampoco llevan ya signos visibles de luto. La
muerte de los animales se ha refugiado en el glacial silencio de mataderos
industriales; de igual manera, la de los hombres ha emigrado hacia clínicas
hiper-especializadas y asépticas o hacia las antecámaras de la muerte,
anónimas y disimuladas, de las residencias geriátricas. Por otro lado, en una
sociedad que hasta hace poco tiempo tenía raíces y sensibilidades rurales, la
muerte regulada y festiva de un animal doméstico (la del gallo o la del cerdo)
era un acto familiar que daba ritmo a la vida ordinaria mediante la
excepcionalidad de los solemnes actos de comunión colectiva. Todo eso ha
desaparecido de manera brusca.
Por tanto, la perspectiva animalista contemporánea que considera estos
fenómenos como arcaicos no se equivoca del todo. Pero con una matización: lo
que desde esa sensibilidad se considera arcaico no se remonta de ninguna
manera a la noche de los tiempos sino, como mucho, a una o dos
generaciones. Lo que ignora esa sensibilidad es que ella misma es el fruto muy
reciente e hiper-moderno de una pérdida de contacto con los animales y con la
naturaleza reales. Los animales que imagina son todos buenos como los
animales de apartamento, o todos víctimas, como los cerdos criados en
baterías que a veces vemos por la televisión: ambos tipos de animales son el
resultado de una ideología urbana reciente.
Hay un nexo de unión evidente entre estos tres hechos. Justamente porque
nuestra época ha perdido poco a poco el sentido de los ritos, de la muerte, de
la naturaleza, de la animalidad, es por lo que necesita volver a encontrar al
mismo tiempo la realidad, la imagen y el símbolo en la corrida. ¡De ahí su
modernidad!
[30] La fiesta de los toros no está ligada al franquismo. Como toda gran
creación cultural es políticamente neutra
Hay un hondo prejuicio, puramente español, que identifica las corridas de toros
con el franquismo. Esta consideración no resiste ni el análisis ni el peso de los
hechos. ¿Los hechos? Por supuesto, las corridas de toros existían con
anterioridad al franquismo y se han desarrollado perfectamente después. Cosa
distinta es que el régimen haya sabido utilizar y manejar en beneficio propio los
fenómenos más espectaculares de la pasión taurina – lo trágico de Manolete y
lo desenfadado de El Cordobés, las dos caras de la popular fiesta de los toros.
Esto es sin duda lo que hacen todas las dictaduras. Así, Salazar se esforzó en
recuperar el fado portugués y atraer hacia sí el icono popular que fue la genial
Amalia Rodrigues. Por eso el fado conservó durante algún tiempo después de
la “revolución de los claveles” cierta imagen fascista cuando sin embargo nunca
dejó de ser la expresión más profunda del alma popular lisboeta. También el
régimen militar brasileño intentó recuperar para su favor la pasión futbolística
del pueblo brasileño y la victoria de la Seleçäo en 1970. Todo esto nada tiene
que ver con el fútbol, la música o los toros. Recordemos, porque la gente
olvida, que hubo aficionados tanto en el bando antifranquista (pensemos en
Lorca, Bergamín o Picasso) como en el bando franquista. En Francia, la fiesta
desata pasiones entre personas de izquierdas (por ejemplo, los escritores
Georges Bataille o Michel Leiris) como de derechas (por ejemplo, Henry de
Montherland o Jean Cau); y al contrario de lo que ocurre en España, los
medios de comunicación meridionales apoyan la tauromaquia
independientemente de cualquier consideración ideológica.
En la España actual, el hecho de que los partidos de derechas favorecen con
más facilidad la fiesta de los toros que los de izquierdas, tiene que ver con los
enfrentamientos entre posturas nacionalistas y planteamiento centralista.
[31] La fiesta de los toros transmite valores universales, no los de la
España negra
Para algunos espíritus más cultivados que los anteriores, la fiesta de los toros
no está asociada al franquismo sino, más generalmente, a la “leyenda negra de
España”, en la que se encuentra – totum revolutum — la expulsión de los
judíos, la Inquisición, la exterminación de los indios americanos, el
oscurantismo, etc. Algunos hispanistas han mostrado cómo esa leyenda,
montada pieza a pieza, ha podido contribuir a una cierta “culpabilización” de las
élites españolas. Ésta es una de las fuentes del sentimiento antitaurino de
algunos intelectuales contemporáneos, que asocian las corridas de toros con la
representación que tienen de la imagen que los extranjeros se hacen de su
país y de su cultura. Por eso quieren romper con esa representación que
estiman trasnochada, folclórica y sobre todo nefasta.
De otro lado, la fiesta de los toros no puede ser separada de su marco histórico
y geográfico. Marco que es al mismo tiempo más estrecho (ya hemos escrito
que está ligada a la modernidad, argumento [29]) y más ancho que la supuesta
“España negra”. Su raíz es fundamentalmente la de las culturas mediterráneas.
Entre los orígenes lejanos de la tauromaquia moderna, se citan los grandes
mitos de la antigüedad (la leyenda de Hércules o el mítico triunfo de Teseo) y la
religión romana del dios taurino Mitra. Como todas las grandes creaciones
culturales donde se mezclan elementos populares y cultos, el arte taurino está
al mismo tiempo ligado a una civilización particular y expresa valores
universales: la fiesta, el juego, el valor, el sacrificio, la belleza, la grandeza…
De esta manera la tragedia griega depende de su lugar de nacimiento, la
Atenas clásica, y al mismo tiempo vehicula emociones y pensamientos en los
que todos los seres humanos pueden reconocerse, independientemente de la
época: la fatalidad, la pasión que corroe, las coincidencias funestas, los
conflictos del deseo y de la sociedad… Sería tan absurdo reducir la fiesta de
los toros a la “España (llamada) negra” como reducir la tragedia griega al
antiguo esclavismo. La moderna corrida de toros ha conquistado el mundo a
pesar de haber nacido en algunas regiones de España (Andalucía, Castilla o
Navarra). Y todas las poblaciones que adoptaron este ritual y sus valores los
integraron en sus culturas y sus tradiciones particulares porque reconocieron
en ellos una parte de su propia humanidad. Así ha pasado con el pueblo vasco,
catalán, valenciano, extremeño, gallego, portugués, y con los de la Provence,
del Languedoc, de la Aquitaine, y por supuesto las poblaciones mexicanas,
colombianas, ecuatorianas, venezolanas, peruanas, que mantienen viva la
fiesta, incluso cuando algunos quieran renegar de esta parte de ellos mismos
por razones políticas.
¿Alguien hablaba de “España Negra”?
[32] La tradición ha forjado una cultura taurina
Algunos defensores de las corridas lo hacen arguyendo que debe su
legitimidad a la tradición. Y ante eso los antitaurinos lo tienen fácil para
responder que la tradición no es un argumento y que la mayor parte de los
grandes progresos de la civilización se han hecho contra costumbres bien
arraigadas, y por tanto supuestamente legitimadas por la tradición. Enumeran
con razón la esclavitud, la sumisión de las mujeres, la pena de muerte, etc. No
es menos cierto que hoy continúan existiendo tradiciones absolutamente
detestables como el suicidio de las viudas en India o la ablación de niñas y
jóvenes de acuerdo con determinados ritos religiosos.
Sin embargo, en Francia una prudente ley (la del 24 de abril de 1951, transcrita
también como uno de los supuestos del artículo 521.1 del Código Penal)
declara las corridas de toros lícitas “cuando existe una tradición local
ininterrumpida”. ¿Quiere esto decir que la tradición es el motivo de la licitud?
De ninguna manera. Lo único que hace la ley es definir su extensión. El matiz
es importante. Las corridas de toros son autorizadas no porque hay tradición,
sino allí donde hay. La tradición tiene como efecto forjar una cultura local y una
determinada sensibilidad. Es justamente esto lo que confirma una sentencia de
la Cour d’Appel d’Agen del 10 de enero de 1996: “la tradición local es una
tradición que existe en un entorno demográfico determinado, por una cultura
común, las mismas costumbres, las mismas aspiraciones y afinidades…una
misma manera de sentir las cosas y entusiasmarse por ellas, el mismo sistema
de representaciones colectivas, las mismas mentalidades”.
Éstos son los frutos de la cultura taurina, allí donde existe tradición. Coexistir
con discursos taurinos, vivir próximo a los toros, relacionarse desde niño con
este magnífico y fiero animal, y tener admiración hacia el toro y su bravura, son
elementos que han forjado la sensibilidad necesaria para la percepción de este
singular espectáculo. De esta forma, lo que sería visto como un acto de
crueldad en Londres, Boston, Estocolmo o Estrasburgo se comprende, se vive
y se entiende en Dax, Béziers, Bilbao, Barcelona, Málaga o Madrid como un
acto de respeto inseparable de una identidad.
[33] Fiesta de los toros y defensa de la diversidad cultural
La fiesta de los toros es efectivamente inseparable de las identidades que ha
forjado y éstas recíprocamente se han construido gracias a ella. No es posible
imaginar las ferias de Nîmes o de Vic-Fezensac, de Pamplona o de Valencia,
de Jerez en Andalucía o de Céret en Catalunya francesa, sin el toro en la
plaza, ni en las calles, ni en los carteles, ni en las exposiciones, ni en las
librerías, ni en toda la fiesta, etc. En una época en la que se defiende la
diversidad cultural, en la que se pretende resistir a la mundialización de la
cultura, en la que se lucha contra la uniformización de los valores y de las
costumbres, en la que se denuncia la omnipotencia de la dominante y
avasalladora civilización anglosajona… ¿no hay que defender las identidades
culturales locales, regionales, minoritarias? ¿No hay que defender, ahora más
que nunca, los “pueblos del toro”?
[34] Unidad de cultura, diversidad de interpretaciones
Como toda gran creación humana, la fiesta de los toros expresa valores
universales (ver argumento [31]). Como toda cultura popular, es inseparable de
la identidad de los pueblos que la han inventado o adoptado (ver argumentos
[32] y [33]). Pero como toda cultura que es a la vez local y universal, la fiesta
de los toros se vive, se siente, se expresa diferentemente según las ciudades,
regiones o países que la han hecho suya. Lo destacable es que la misma fiesta
de los toros, que se desarrolla en la actualidad exactamente de la misma
manera en Sevilla, México, Pamplona, Madrid, Bayona, Arles o Cali, no es, de
ningún modo, interpretada de la misma manera en esas diferentes ciudades.
En ocasiones se vive como una desinhibida fiesta dionisíaca, en otras como
una ceremonia apolínea, en algunos casos como un ritual receloso y
circunspecto. La lidia a veces es vista como un juego de quiebros y fintas, a
veces como un arte plástico, a veces como una tragedia al anochecer. Las
faenas a veces son sentidas como la expresión de la animalidad salvaje y otras
veces como la de la humanidad más educada. Todas estas interpretaciones de
la fiesta de los toros, y muchas más, son posibles, dependiendo de la
idiosincrasia de cada pueblo, y hasta de cada persona. Basta con examinar los
dos extremos geográficos de España, el País Vasco y Andalucía, para
comprender como cada uno de ellos traduce en su propia sensibilidad la
universal fiesta de los toros (de la misma manera que se representa hoy a
Sófocles en japonés o en alemán). En el Norte de España, les gustan los toros
duros y fuertes y los toreros guerreros que aceptan sus desafíos. En esos
ruedos se admira la audacia, la dominación y la demostración del poder. La
corrida de toros es vista como un rito festivo y como un arte marcial. Sin
embargo, en el Sur, prefieren los toreros artistas y los toros que se prestan a
ese juego. En esos ruedos se admira la elegancia, la gracia profunda y la
armonía sensual. La corrida de toros es una de las bellas artes, algo entre la
tragedia y la escultura. En Francia, sólo el Sur es taurino y el contraste está
entre el Oeste y el Este.
Cada pueblo dispone de multitud de maneras para adaptar y traducir a su
propio vocabulario cultural el mensaje universal de la fiesta de los toros.
[35] La cultura taurina y la “alta cultura”
Todo lo expuesto inscribe la fiesta de los toros dentro de las grandes
manifestaciones de la cultura popular (argumentos [29] a [34]). Con la variedad
innumerable de tauromaquias que los pueblos taurinos han inventado, en su
territorio, ocurre lo mismo. Pero lo que le diferencia a la fiesta de los toros de
una simple manifestación folclórica es haber sido adoptada y convertida en
objeto de reflexión de la cultura “culta”. La universalidad de la fiesta de los toros
no es solamente la de los valores que transmite (ver argumento [31]) sino
también la de los mundos artísticos y cultos donde ha sido acogida y la de las
obras que ha producido en las demás artes. ¿Pintura? Sólo hay que citar los
nombres de Francisco de Goya, Eugène Delacroix, Gustave Doré, Édouard
Manet, Claude Monet, Ignacio Zuloaga, Ramón Casas, Pablo Picasso, André
Masson, Salvador Dalí, Joan Miró, Francis Bacon y, en la actualidad, los de
Soulages, Alechinsky, Botero, Arroyo, Chambás, Barceló, Combas, entre otros
muchos… Refiriéndonos a escritores, podemos mencionar a Luis de Góngora,
Nicolás Fernandez de Moratín, Prosper Mérimée, Théophile Gauthier, Gertrude
Stein, Manuel Machado, Jean Cocteau, José Bergamín, Henry de Montherlant,
George Bataille, Federico García Lorca, Ernest Hemingway, Michel Leiris,
Miguel Hernández, Camilo José Cela…; y hoy, Carlos Fuentes, Mario Vargas
Llosa, Florence Delay, etc. A esta lista habría que añadir la poesía de Fernando
Villalón, de Gerardo Diego, de Rafael Alberti, de René Char, de Yves Charnet,
entre otros muchos. Sin olvidar las músicas de George Bizet, de Isaac Albéniz,
de Joaquín Turina, las esculturas de Benlliure, y, en las artes del siglo XX,
dentro de la fotografía, la obra de Lucien Clergue, en el jazz las composiciones
de John Coltrane y de Eric Dolphy, en el ámbito de la alta costura las
creaciones de Christian Lacroix y de Jean-Paul Gaultier, y en el cine las
películas de Henry King, de Rouben Mamoulian, de Sergei M. Eisenstein, de
Abel Gance, de Budd Boetticher, de Luis Buñuel, de Pedro Almodóvar, etc.
¿Cómo explicar que una tradición tan particular, y aparentemente tan limitada
histórica y geográficamente, haya podido inspirar las obras de artistas
pertenecientes a modos de expresión, nacionalidades, horizontes y estilos tan
diversos, si no fuera porque la fiesta de los toros encierra en sí misma tantos
tesoros de expresión artística (ver argumentos [39] a [43]) y tantos valores
humanistas (ver argumentos [36] a [38])?
La corrida y los valores humanistas
Se ha dicho ya lo que la fiesta de los toros no es (argumentos [1] a [28]). Se ha
dicho también lo que es exteriormente, en la cultura o la historia (argumentos
[29] a [35]). Todavía no hemos analizado lo que es, en sí misma: los valores
éticos y estéticos de los que es portadora y el singular placer que suscita.
Todavía no hemos confesado porque podemos amarla. Hemos descrito que la
emoción más grande que se siente en una plaza es la admiración por la
bravura del toro y por el valor del torero (ver argumento [27]). Pero no se trata
solamente de admirar a uno o y a otro. Se trata de comprender y sentir lo que
significan sus actos. Es uno de los componentes del placer taurino y una de las
razones esenciales del valor humanista de la fiesta de los toros.
[36] Comprender la animalidad
Hoy por hoy, no tenemos nada más que relaciones con animales de compañía,
“humanizados” por nuestra permanente convivencia con ellos. En el ruedo,
vemos al animal, en toda su naturalidad, o, mejor dicho, a un animal singular, y
aprendemos a comprenderle y a pensar con él. Ese es uno de los esenciales
placeres del aficionado. Es también la primera sorpresa del profano cuando
escucha los comentarios de los iniciados. Hablan del toro, de su tipo, de su
comportamiento e intentan descifrar su carácter singular, anticipar sus acciones
y comprender sus reacciones: “¿Por qué acomete aquí y no allí? ¿Por qué a
determinada distancia y no a otra? ¿Por qué en este terreno y no en aquél?
¿Por qué repite sus embestidas? ¿Por qué mide sus arrancadas? ¿Se
percatará de la presencia del hombre tras el engaño?”. Aprender a ver los toros
en general y a comprender un toro en particular es una fuente de educación de
“etología” para los niños. Finalmente, es la condición indispensable para
apreciar el trabajo del torero: ver lo que él comprende, apreciar cómo se adapta
a su adversario, juzgar si le entiende o no y admirar que le haya entendido
mejor que nosotros.
¡Estamos lejísimos de gozos perversos!
[37] Admirar las virtudes intelectuales del torero
Torear no es sólo atreverse a ponerse delante de un animal que podría (y
“querría”) matar. Torear es demostrar una forma muy peculiar de inteligencia
(los griegos habrían dicho “astucia”). Consiste en presentar el propio cuerpo a
una fiera peligrosa de forma que lo pueda coger, desviando su acometida con
un engaño de trapo. Una finta hecha de audacia y astucia. Torear consiste
sobre todo en enlazar una serie de quiebros que necesitan un conocimiento del
toro, una penetración intuitiva de sus acciones y sus reacciones, una
inteligencia estratégica de la lidia adaptada a cada toro y un sentido táctico de
los gestos necesarios en cada fase de la lidia. La finalidad de todos esos actos,
que culminan con la muerte, gesto de suprema maestría, es la dominación del
hombre sobre el animal: se trata de forzar al toro a actuar contra su propia
naturaleza, es decir obligarlo a acometer dónde, cuándo y cómo el hombre ha
decidido, cumpliendo con la gratuidad del juego y la seducción del engaño. De
todo ello resulta una faena que viene a ser como una acción domesticadora
concentrada en unos pocos minutos.
No hay placer taurino sin esa admiración por la inteligencia del torero.
Y la fiesta de los toros no tendría sentido sin esas virtudes de la inteligencia
humana que ganan a las fuerzas de la naturaleza. Esta es la lección constante
y universal de todo humanismo.
[38] Admirar las virtudes morales del torero
Torear no es sólo arriesgar su cuerpo o ejercer su inteligencia. Es también
demostrar virtudes morales que se deducen del acto taurómaco. Es ilustrar
cinco o seis grandes virtudes intemporales. El toreo no es solamente una
técnica, ni un arte, sino también una suerte de “arte de vivir” que requiere que
se actúe siempre respetando algunos de los grandes principios morales.
Para ser torero, o mejor, para merecer ese título:
- Hay que combatir a un animal naturalmente peligroso, lo que exige valor
y sangre fría
- Hay que afrontarlo en público, sin perderle la cara, lo que exige
caballerosidad y dignidad
- Hay que dominarlo, lo que exige antes que nada, el dominio de sí
mismo, del cuerpo, de las reacciones instintivas y de las emociones
incontroladas
- Hay que matar, también, a ese adversario, lo que sólo se justifica si,
para hacerlo, se pone la propia vida en juego (ver argumento [3]): esto
supone lealtad para con el adversario y total sinceridad en relación con
su propio compromiso físico y moral
- Finalmente hay que saber ser solidario con los compañeros ante el
peligro, lo que exige, una vez más, sacrificio de su propia persona, aún a
riesgo de su vida
¿No es el Torero con mayúsculas un auténtico ejemplo de lo que querríamos
poder hacer y un verdadero modelo de lo que nos gustaría poder ser?
[39] Diversidad cultural e imperativos universales de la humanidad
Hemos expuesto cómo defender la fiesta de los toros era resistir a la
globalización (ver argumento [33]). Pero defender la diversidad cultural no
significa defender cualquier práctica cultural. No todas son obligatoriamente
“buenas” o defendibles. Algunas chocan con prohibiciones o tabús absolutos.
Son aquellas que transgreden lo que puede ser resumido en la idea de
“derechos humanos”. Condenar a la esclavitud a un hombre o una mujer; no
reconocer a una persona como tal; tratar a un ser humano como un medio para
satisfacer cualquier necesidad; rechazar los principios de reciprocidad y
justicia; violar los principios de libertad, igualdad y dignidad de los seres
humanos… son acciones que nada tienen que ver con la diversidad cultural ni
tampoco con la placentera relatividad de las costumbres. Son pura y
simplemente barbarie. Por definición, estos principios universales no pueden
aplicarse a los animales, ya que suponen el reconocimiento del otro como un
igual, es decir imponen la reciprocidad sin la cual no habría justicia. Si el
hombre hubiera tenido, o tuviera, que aplicar a los animales los principios que
debe aplicar al hombre, no habría habido domesticación, ni ganadería, ni
agricultura, ni, en definitiva, civilización propiamente humana. Esto no significa
que podamos hacer lo que queramos con los animales, ni que no tengamos
deberes hacia ellos (ver argumento [24]). Significa que no podemos confundir
esos deberes con los que tenemos hacia los hombres, ni los principios del
humanismo con los del animalismo.
El animalismo no es una extensión de los valores humanistas. Es su negación.
La fiesta de los toros es creadora de inestimables valores
estéticos
Sin embargo, la fiesta de los toros no sería nada si se quedara ahí. Sería sólo
defendible pero no admirable. Si tantos artistas han visto en el toreo un arte
que podía ser traducido a su forma de expresión, si la fiesta de los toros
procura a los que la aman tan incomparables placeres, si hay que preservarla
como una fuente de valores estéticos que no debe perderse, es porque el toreo
es un arte raro, que entronca posiblemente con el origen mismo del arte: dar
forma humana a una materia natural.
[40] La sublime grandeza del espectáculo
Entre en una plaza de toros llena un día clave. Nunca antes ha asistido a una
corrida. No está ni a favor ni en contra. Solamente quiere ver. Le horroriza la
violencia y no le gusta para nada la sangre. A pesar de todo es posible que la
grandeza del espectáculo le conquiste poco a poco. Si es así, déjese arrastrar
por sus sensaciones: la solemnidad del ritual, la ligereza de la música, el
destello inesperado de los trajes, el poder de la fiera que ataca en todas
direcciones, la coreografía tan regulada como imprevisible de las cuadrillas, el
capote que gira, el impresionante choque del toro con el caballo de picar (la
suerte que más inspiró a Picasso), las banderillas que revolotean, la increíble
serenidad del hombre durante el duelo, las audaces y deslumbrantes figuras de
su danza con el animal, la muerte en el recogido silencio de la multitud… ¿Ya
ha visto usted algo parecido? ¿Ha visto algo que le deje atónito hasta ese
punto? ¿Ha visto alguna cosa que pueda así trastornar y hacer naufragar sus
sentidos? Este espectáculo incomparable, único, tan potente como singular,
esta fiesta total de la grandeza y de la desmesura recibe el nombre de lo
sublime. Usted quizás vuelva. O quizás no. Pero seguro que está de acuerdo
en afirmar: sólo las corridas de toros pueden procurarnos hoy emociones como
éstas.
[41] La creación de lo bello
Todo eso no son más que las primeras sensaciones del profano, que el
aficionado sólo reencuentra en las grandes ocasiones. Pero, día a día, el arte
del toreo consiste en algo completamente diferente: simplemente crear belleza.
La belleza del toreo es la más clásica: supone elegancia, armonía de
movimientos, perfección de formas, equilibrio de volúmenes. El toreo crea
formas, obras humanas a partir del caos, es decir la acometida natural de un
toro. Inmóvil pone, con un solo gesto, orden donde no había más que desorden
y movimiento. Dibuja curvas poéticas donde el animal naturalmente sólo
produce líneas rectas (para coger, para matar). Intenta, como los más clásicos
pintores, producir el máximo efecto sobre su materia prima (la acometida del
toro) con las mínimas causas, es decir en el menor espacio, tiempo y
movimiento.
Claro que no sólo existe la corrida de toros para crear belleza. Pero sólo la
corrida de toros puede crear esta belleza a partir de su contrario, el miedo a
morir.
[42] Un arte original, entre el clasicismo y la modernidad
El arte del toreo es original. Tiene algo de música (armonía de los
acontecimientos consonantes), algo de las artes plásticas (equilibrio de líneas y
de volúmenes en tensión opuesta), algo de las artes dramáticas (alianza del
azar y de la necesidad).
El toreo tiene al mismo tiempo algo de clásico y algo de contemporáneo. La
mayoría de las artes cultas han abandonado hace tiempo la creación de
belleza, valor estético que se juzga desfasado. Desde este punto de vista, el
toreo es un arte extremadamente clásico. La mayoría de las artes cultas han
abandonado la representación, para transformarse en artes de la actuación
única y de la presentación directa (ver el happening, el body-art, el ready-made,
la instalación, la intervención, etc). Desde este punto de vista, el toreo es un
arte completamente contemporáneo: presentación bruta del cuerpo, de la
herida, de la muerte.
El toreo tiene al mismo tiempo algo de las artes cultas y de las artes populares.
Da a los profanos las más inmediatas emociones y a los cultos las más
refinadas conmociones, que corresponden a las artes más “estéticamente
correctas”. Y da a todos, a la par que la tensión permanente debida al riesgo de
muerte, el alivio transfigurado debido a la belleza.
[43] Lo trágico
Y a todas las artes, el toreo les añade la dimensión que ninguna otra arte podrá
nunca dar: la dimensión de la realidad. Todo está representado, como en el
teatro, y sin embargo, todo es verdad, como en la vida. Puesto que el juego es
a vida y a muerte. Orson Welles dijo: “¡el torero es un actor al que le suceden
cosas de verdad!”. La corrida de toros es un drama trágico al que le toca
presentar sin ambajes la herida y la muerte. Y decir y afirmar esta verdad: sí,
es innegable, morimos.
¿Es esta verdad la que rechaza nuestra época, la cual sólo ama la naturaleza
aséptica, y sólo acepta la realidad a condición de que esté desinfectada, y que
afirma amar la juventud siempre que sea eterna?
[44] La fiesta, comunidad espiritual
Sin embargo, las corridas de toros son, y quizás por encima de todo, una fiesta.
Los festejos taurinos siempre han ido de la mano de períodos de ruptura con la
vida cotidiana, es decir de los momentos de conmemoración en los que una
comunidad se encuentra y se recrea. Nuestra época, más que cualquier otra,
tiene necesidad de fiestas, porque nuestra modernidad es cada vez más
individualista, circunscrita al hogar, a lo privado y a lo íntimo. Mientras que la
fiesta es la calle, lo de afuera, lo público. Quizás es por eso por lo que las
corridas de toros dominicales han ido siendo paulatinamente reemplazadas por
las ferias. No hay corrida de toros sin fiesta, pero para los pueblos taurinos no
hay fiesta posible sin toros. Porque, ¿hay alguna imagen más bella de la
comunidad que el mismo ruedo, redondo, circular, donde todo el mundo ve
todo, donde todo es visto desde todos los lados y donde, sobre todo, toda la
comunidad se ve a sí misma, comulgando de un mismo espectáculo, de una
misma ceremonia, y siguiendo un mismo ritmo de olés, con el sentimiento de
vivir juntos un acontecimiento único?
Este es el poder de la fiesta de los toros, bien conocido por los alcaldes de las
ciudades taurinas, atentos a la vida de su comunidad. Saben que no se hace la
misma fiesta en las bodegas de Mont-de-Marsan que en el “Real de la feria” de
Sevilla, que no se canta igual en las Fallas de Valencia como se corre en
Pamplona, que no se baila igual en Nîmes que en Granada, que sin toros
durante el día no se haría, por la noche, fiesta con el mismo ánimo. Porque lo
que hemos vivido durante el día, todos juntos, es el triunfo de la vida sobre la
muerte.
Los peligros del animalismo
Hemos intentado responder a los detractores de la fiesta de los toros. Hemos
intentado decir también, en pocas palabras, lo que son las corridas de toros y
los valores de los que son portadoras. En este momento, hay que intentar
esbozar las razones que convierten en peligroso el movimiento antitaurino. En
sí mismo sólo lo es para la fiesta de los toros; pero el movimiento más general
del que es su manifestación y los valores que lo inspiran amenazan mucho más
allá que a la fiesta de los toros.
Después de todo, puede usted pensar que si mañana, o en diez años, las
corridas de toros se prohíben en los lugares donde hoy existen ¡asunto
zanjado! Los aficionados se recuperarán y las pasiones humanas ya
encontrarán otro propósito del que ocuparse. Quizá. Hoy la amenaza se cierne
sobre la fiesta de los toros ¿qué es lo que amenazará mañana?
[45] Humanismo o animalismo
Ya hemos dicho que no hay que confundir al hombre y al animal (argumentos
[5] y [23]) ni los principios del humanismo con los del animalismo (argumento
[39]). Ahora bien, la ideología que se extiende y de la que el movimiento
antitaurino es portador consiste en poner en el mismo plano animales y
hombres: “¿No somos nosotros también animales? ¿No tenemos que tratar a
los animales como tratamos a los hombres?”. La intención parece loable:
porque ¿no es una manera de extender a los demás seres vivos la compasión,
la simpatía, y por tanto, la moralidad que nos liga a los hombres? Mera
apariencia. Porque, intentando alzar a los animales hasta el nivel en el que
debemos tratar a los hombres, necesariamente rebajamos a los hombres al
nivel en el que tratamos a los animales. ¿Qué quedaría de los valores de
justicia, equidad, generosidad y fraternidad? ¿Que sería de los valores de la
convivencia, si reducimos la comunidad humana a esa otra, infinitamente más
vaga y menos exigente, que nos liga a los animales, sea cual sea la afección
que tengamos para con algunos o el respeto que debemos a todos?
[46] ¿Hasta dónde irá la “liberación animal”?
La modernidad ha conllevado una incontestable degradación de las
condiciones de cría de algunos animales destinados al consumo humano
(especialmente cerdos, terneras y pollos) considerándolos puras mercancías.
La toma de conciencia de ese fenómeno ha acabado por conmover de manera
perfectamente legítima a las poblaciones occidentales, las cuales – por otra
parte- no tienen una idea clara del precio que tendrían que pagar por un
eventual retorno a una cría más extensiva o más respetuosa con las
condiciones de vida de las bestias.
A la misma vez, las mentalidades cambian: el crecimiento de la urbanización ha
hecho perder a los habitantes de las sociedades industriales cualquier contacto
con la naturaleza salvaje. Las personas han olvidado la ancestral lucha contra
las especies dañinas (pensemos en los lobos que diezmaban rebaños o las
ratas transmisoras de la peste) e ignoran la que continúan librando otros
hombres en otros lugares (las langostas que destrozan las cosechas africanas,
o incluso los perros asilvestrados que infestan multitud de ciudades del tercer
mundo). El animal ha dejado de ser, en el imaginario occidental
contemporáneo, lo que era en el imaginario clásico: de bestia terrorífica o
animal de labor a víctima o mascota. De ahí la elaboración del mito por la
civilización industrial: el de una “naturaleza” pacificada (paraíso perdido donde
los animales son libres) y el del Hombre, con mayúscula, representando el Mal,
verdugo del Animal con mayúscula, víctima inocente. Esto permite poner a
todos los animales en el mismo saco: el gato y el ratón, el lobo y la oveja, el
perro y la pulga, el toro de lidia y el animal de compañía. Este fantasma
alimenta los ideales de la “liberación animal”.
Se comprende entonces por qué la ideología animalista elige como blanco la
fiesta de los toros. No es porque sea más “cruel” objetivamente que todas las
formas de explotación animal (se sabe perfectamente que no), ni porque
contraríe más la naturaleza de los animales que las demás formas conocidas
de domesticación (hemos visto que no), sino porque contradice la imagen
aséptica y edulcorada que se tiene actualmente del mundo animal (¿una bestia
que combate y puede matar? ¡Inimaginable!) y que parece ser la imagen de la
relación del Hombre con su Víctima. ¡Y puesto que habría que “liberar” a todas
las víctimas, es por lo que se debe comenzar por esos pobres toros de lidia!
Tocamos de nuevo con lo irracional.
Y mañana, ¿cuál será la nueva imagen de víctima animal que ya no podrán
soportar? ¿Habría que “liberar” todos los animales que el hombre ha
domesticado desde hace 11.000 años tal y como lo reclaman ya hoy los
teóricos radicales del animalismo en Estados Unidos? ¿Habrá que soltar los
cerrojos para liberar a los conejos, y que se apañen Australia y su ecosistema
que estuvieron a punto de perecer bajo el peso de su invasión? ¿Habrá que
liberar a los visones, como recientemente se ha hecho en Dordogne, sin
preocuparse de la catástrofe ecológica que provocaron? ¿Habrá que liberar a
las ovejas del hombre y liberar también a los lobos sin preocuparnos de las
ovejas, y liberar también a los osos sin preocuparnos de los agricultores de los
Pirineos y sus rebaños (y que ellos también puedan liberarse de los osos, si les
apetece)? ¿Hasta dónde nos llevará esta locura “liberacionista”? Hasta el punto
de que, tomando conciencia de que la mayor parte de las variedades, razas y
especies animales (como el toro de lidia) sólo deben su supervivencia a la
relación con el hombre, y que, una vez “liberadas”, no podrían volver al estado
salvaje sin ser inmediatamente condenadas a muerte, habríamos de tomar,
como única medida “liberatoria” eficaz, la castración y esterilización de todos
los animales domésticos de la tierra que nos aseguraría que jamás habrá
animales sometidos a los hombres. Es esto lo que preconiza el pensador
americano Gary Francione, que se atreve a llevar la lógica de la “liberación
animal” hasta este punto. ¿Es absurdo? Es, cuanto menos, insensato. Sin
embargo es absolutamente coherente. De hecho es el único tipo de medida
que se deduce racionalmente del principio mismo de la “liberación animal”,
eslogan tan ingenuo como irresponsable.
[47] Peligros de una moral prohibicionista
Hoy la fiesta de los toros. Y mañana ¿contra qué la tomarán? ¿Qué inocente
placer será descrito como perverso? ¿La caza deportiva, la pesca con caña?
Eso ya está. ¿Y entonces? La producción de foiegras ya está prohibida en
varios países. El Parlamento californiano votó incluso en el 2004 una ley
prohibiendo su comercialización. ¿Y mañana? ¿Habría primero que
“desaconsejar vivamente” el consumo de carne y de pescado (por razones
supuestamente morales, se entiende) para después autorizar su consumo solo
bajo ciertas condiciones, para finalmente decidir prohibirlo? Y pasado mañana,
¿“desaconsejar” la leche, el cuero, la lana… porque suponen explotación
animal? ¿Y por qué no la miel? ¿O la seda producida gracias a la invención por
parte de los chinos de una mariposa, el Bombyx mori? ¿Hasta dónde irá la
obsesión de nuestro “Bien” y la locura prohibicionista?
[48] Animalismo e imperialismo cultural
Se escuchan voces de algunos políticos de Cataluña, lugar hasta hace poco
taurinamente brillante, declararse hoy antitaurinos en nombre de la resistencia
de la catalanidad frente al centralismo español. También sabemos que,
simétricamente, algunos aficionados de la Cataluña francesa se reafirman
como radicalmente taurinos en nombre de esa misma resistencia de la
catalanidad ante el centralismo francés. (En Céret se toca “Els Segadors”
himno nacional catalán, antes de la salida del primer toro). También sabemos
que todo nacionalismo debe reinventar permanentemente su pasado y
construirse un enemigo todopoderoso frente al cual debe presentar su propia
“nación” como víctima. En esto no hay nada nuevo. Lo que es nuevo, y que
sería casi cómico si la corrida de toros no fuera mañana la víctima, es que esta
resistencia al supuesto imperialismo más cercano (el español) se hace en
nombre de los valores, los principios y las normas del imperialismo cultural más
potente (ver argumento [33]), el imperialismo cultural anglosajón y sus
principios animalistas, que tienen fuentes históricas, ideológicas e incluso
religiosas propias, y que están en las antípodas de las tradiciones culturales,
ideológicas y religiosas de los pueblos mediterráneos.
El sentido de la fiesta en la calle, la ritualización de la muerte, y la estilización
enfática de lo trágico, elementos constitutivos de la fiesta de los toros, están en
el fundamento de todas las culturas mediterráneas. Y estas costumbres están
muy alejadas de las tradiciones de los países anglosajones y de las culturas de
tradición protestante de las que se alimenta hoy toda la moral animalista.
Pretendiendo zafarse de la dominación de un hermano ¿no caen algunos
movimientos antitaurinos bajo la influencia de un primo mucho más lejano?
[49] ¿Y la historia?
Muchos adversarios de la tauromaquia (e incluso algunos aficionados) están
persuadidos de que, como la fiesta de los toros es “arcaica” (argumento [29]),
tiende inevitablemente a desaparecer, condenada por la historia. (Pero si los
antitaurinos están tan persuadidos que desaparecerá por sí misma ¿por qué se
empeñan en prohibirla?). Sin embargo, la historia nunca está escrita y siempre
reserva sorpresas. En el pasado, las corridas de toros ya estuvieron varias
veces prohibidas, y por razones morales mucho más potentes que las
esgrimidas en la actualidad. Se trataba por ejemplo del respeto que todo
creyente debe a su vida, o del cuidado que debe dedicar a su propia salud en
lugar de a fútiles divertimentos, demasiado aduladores de la vanidad humana.
Se censuraba también la perversidad de los espectáculos en general, la
promiscuidad de los sexos en los tendidos de las plazas, y otras cosas mucho
más enérgicamente reprobadas por la moral pública de la época que los
supuestos maltratos a los animales de hoy en día. ¿Se sabe – por ejemplo —
que las corridas de toros fueron prohibidas en 1804 en España por el rey
Carlos IV, y que fueron restablecidas en 1808 por el “ocupante francés” Joseph
Bonaparte? Desde hace dos siglos, la fiesta de los toros se ha adaptado a
todos los cambios de regímenes, de ideologías, de costumbres y de
sensibilidades. Tiene aún por delante un prometedor futuro, aunque no fuera
nada más que por dos razones, extremadamente tranquilizadoras: primero,
cuando está amenazada en una región, se fortalece en otra (en Francia por
ejemplo, la afición es cada vez más numerosa y educada, ver argumento [29]);
segundo, hoy es cada vez más atacada desde el exterior (y lo seguirá siendo
por la fuerza de la globalización), pero se comporta muy bien en el interior, lo
que hace que viva uno de los períodos más brillantes de su historia reciente.
Tomemos un ejemplo: en los años 70 se declaraba que el flamenco estaba
moribundo, y debía ser tirado a las papeleras de la historia, al cajón del olvido
de un folclore caduco, por su compromiso con el “fascismo”; condenado al
desuso o a la aniquilación por la música pop, las diversas fusiones y todo lo
que aún no se llamaba la “globalización”. Le pasaba lo mismo al fado, en
Portugal, ya lo hemos explicado (argumento [30]). Entonces, llegó una nueva
generación de cantaores, sinceros y capaces, que quisieron reencontrar las
raíces puras de su arte y el flamenco conoció un fenómeno de revival y vivió
una de las más bellas páginas de su historia.
Volvamos a la fiesta de los toros. Se declaró en los años 60 que las corridas de
toros no sobrevivirían a la victoria sobre la miseria y que habría que ser un
muerto de hambre para tirarse entre los pitones de un toro. Las predicciones
históricas eran falsas. Las generaciones de toreros de las tres décadas
siguientes fueron en general de una buena condición socio-económica y
cultural y estaban animados sólo por la pasión taurina. Ésta no muere
fácilmente. Hoy, que vivimos en sociedades cada vez más obsesionadas con la
seguridad, se ven más que nunca toreros que practican un arte audaz y
arriesgado. ¡Otra vez más llevando la contraria a la supuesta lógica de la
historia!
De igual manera, al final de los 70, se creía la feria de Bilbao moribunda, bajo
los golpes de un nacionalismo que (y se decía que era ineluctable) iba a dar la
espalda a la “tradición taurina”, juzgada envejecida y reaccionaria. Esta feria
está hoy por hoy más viva, y vasca, que nunca.
Entonces, si hubiera que hacer alguna predicción, ¿no podríamos pensar que
lo que es transitorio, pasajero y más efímero que la moda del sushi, es la ola
“animalista”, que seguramente no ha llegado aún a su apogeo, pero que quizá
está destinada a desaparecer tan rápidamente como ha aparecido, cuando
otros valores, perfectamente humanos, tomen la delantera? Tenemos algunos
signos en ese sentido, por ejemplo, el cansancio de las poblaciones ante
algunas campañas prohibicionistas o higienistas, o la reivindicación cada vez
más reafirmada a favor de la diversidad cultural.
Un último ejemplo de los curiosos giros de la historia. En mitad del siglo XIX
fueron las sociedades protectoras de animales las que lanzaron grandes
campañas a favor de la hipofagia. Estimaban que, reconduciendo la mirada de
los cocheros y otros usuarios de caballos de tiro hacia el interés económico que
podrían obtener de sus viejos jamelgos usados, se verían obligados a tratarlos
mejor para sacar partido de la venta de su carne. ¡Hoy esas mismas
sociedades luchan por la prohibición de la hipofagia porque sería indigno para
un animal ser comido porque (o cuando) ya no trabaja! (Es de temer que la
especie caballar no salga de ésta).
¿Sería demasiado esperar, para el toro bravo, un giro parecido por parte de los
movimientos animalistas? Entregados hoy a prohibir las corridas de toros en
nombre del bienestar animal ¿no podríamos esperar que una mejor
comprehensión hacia el interés animal y en particular hacia el de los toros de
lidia les haga luchar a favor del desarrollo de la tauromaquia, para preservar la
supervivencia de esa “raza” y el bienestar de los individuos que se benefician
de esas condiciones de cría?
Siempre podemos soñar…
[50] Libertad
¿Habrán convencido los argumentos aquí expuestos a algunas mentes
dubitativas y libres de prejuicios? Podemos esperarlo. ¿Habrán hecho cambiar
de opinión a aquéllos a los que la sola idea de la corrida de toros les asquea y
les rebela? Lo dudamos. Como señala Pedro Cordoba al final de su ya citado
libro La Corrida, ningún argumento podrá jamás convencer a aquéllos que
imaginan la corrida de toros como la tortura de una bestia inocente. Ni el hecho
de que el calvario del toro sea menos terrible de lo que piensan (argumentos
[4], [8] o [18]); ni que en su lucha plasma su naturaleza (argumentos [7] o
[17]); ni que, al querer evitar la muerte de unos cuantos individuos, se condena
en realidad a toda la especie (argumento [22]); ni la comparación entre la
abyecta y corta vida de las terneras criadas en baterías y la de los toros criados
en plena libertad (argumento [23]); ni cualquier otro argumento será eficaz ante
la reacción inmediata, espontánea, irracional del que se indigna y grita: “¡No,
no, lo rechazo!”. Ante esta reacción pasional lo único que cabe oponer es la
frase con que la que comenzamos: sólo hay un argumento contra las corridas
de toros y no es un argumento, es el imperio de algunas sensibilidades. A esta
cerrazón, los aficionados responden, muchas veces vehementemente, con su
propia pasión. ¿Hay que quedarse aquí, en este diálogo imposible?
Nos podríamos quedar en esta oposición de pasiones, si ellas mismas se
quedaran aquí también. Pero es que una de ellas reivindica para sí misma más
que la otra. Reclama limitaciones, prohibiciones, interdicciones; en definitiva
una pasión quiere impedir que la otra se satisfaga. Refugiándose la pasión,
claro está, tras las “razones”: el derecho de los animales, el respeto de la vida,
el escándalo del espectáculo de la muerte, etc. Y es ahí donde el rol del político
exige conservar la razón y pensar: si un día la fiesta de los toros muere por sí
misma, será porque ya no desata ninguna pasión. Hasta ese momento, lo
prudente es dejar a los unos y a los otros su pasión y hacer prevalecer el
principio de libertad.

Conclusión: ¿Quiénes son los bárbaros?
Supongamos que de un plumazo se suprime la fiesta de los toros. No
hablaremos de los efectos económicos y sociales inmediatos. Quedémonos
con el menoscabo moral. ¿Qué perdemos? En primer lugar una relación con la
animalidad. ¿Qué imagen del animal quedará, para alimentar el imaginario del
hombre y la realidad de sus relaciones con su Otro que es el animal, fuera de
los caniches enanos del salón? Todas las bestias de labor han sido
progresivamente reemplazadas por artilugios, y todas las bestias productoras
de carne son progresivamente reemplazadas por “máquinas de fabricar carne”
que no nos atrevemos a llamar animales. ¿Es esto la naturaleza? ¿Qué rito
pagano vamos a conservar en una sociedad que abandona progresivamente
todas sus ceremonias? ¿Queremos realmente no tener más elección que el
utilitarismo o el fanatismo religioso? ¿Qué unión de artes populares y artes
cultas vamos a conservar, cuando — progresivamente — éstas hayan
deshecho todos los lazos con aquéllas? ¿Dónde podremos mirar la muerte de
frente, transformada por nuestras actuales sociedades en una vergüenza?
Para los que la aman y la comprenden, la fiesta de los toros es una forma de
resistencia a todo lo que nuestra pos-modernidad nos hace perder cada día
más.
Sin embargo, hay que admitir que, para muchos, sólo es barbarie. A lo que
sería fácil de responder con el siguiente paralelismo.
En Occidente, nos escandalizamos cuando los talibanes destruyeron las
famosas estatuas gigantes de Buda, esculpidas en acantilados en el centro de
Afganistán y datadas entre el siglo IV y VI de nuestra era. A fin de cuentas, a
sus ojos no destruían “obras de arte”, solamente ídolos de piedra; y lo hacían
por respeto hacia su Dios, el “Único verdadero” que ellos consideraban superior
a los seres humanos. Esto no disculpa ese bárbaro acto, por supuesto. ¿Pero,
qué es lo que hay que pensar de esos antitaurinos que, en nombre del
(supuesto) bienestar de los animales, a los que no consideran superiores a los
seres humanos, pretenden dar muerte a una forma de arte y creación arraigada
en la historia e inserta en nuestra modernidad, pero en la que ellos sólo ven
arcaicas creencias y ritos? Entonces ¿quiénes son los bárbaros? ¿Los que
quieren perpetuar este arte o los que pretenden prohibirlo?
El argumento es fácil y, sin duda, no es equitativo – sin embargo no más que el
que reduce la fiesta de los toros a barbarie. Sólo podemos sacar una lección:
siempre seremos bárbaros respecto de alguien.
Por eso más vale quedarse con: tolerancia hacia las opiniones, respeto a las
sensibilidades y libertad para hacer todo lo que no atente contra la dignidad de
las personas.